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La problemática vecindad de Rusia

Nuestro mundo occidental ha quedado viudo de la Unión Soviética. Ante esta pérdida, unos lloran lo que la finada tenía de Soviética; otros, lo que tenía de Unión; otros lloran ambas cosas; y si los demás no lloran es porque no se han enterado, o no han querido enterarse, de su viudez.No me parece aventurado incluir al presidente Clinton en el segundo grupo. ¡Qué suerte, la de sus predecesores, enfrentados con un sistema, todo lo temible y plagado de defectos que se quiera, pero con un sistema, no con un caos como el de ahora; con un bloque compacto hasta el monolitismo y cuya cabeza visible era su cabeza real, única (salvo en un breve periodo que siguió a la muerte de Stalin) y efectiva, al menos de cara al exterior; no con el guirigay acéfalo con que uno se encuentra hoy, desconcertante hasta la exasperación y tanto más peligroso cuanto que el peligro, mejor dicho, los peligros, pueden surgir por cualquier sitio, hasta de donde menos se espera! Antes, siquiera, se sabía con seguridad total quién tenía en sus exclusivas manos el control del manejo de las decenas de miles de cabezas nucleares cuyo monopolio hacía, del zar rojo de turno, un ser enormemente temible y, a la vez, enormemente responsable, incluso si se trataba de un personaje tan extravagante como Jruschov. Ahora, y a la vista de lo que está ocurriendo después de sus recientes visitas a Moscú y a Minsk (que un Occidente casi unánime se apresuró, a su regreso, a considerar y festejar como un éxito), Clinton tiene hartos motivos para deplorar que la URSS, al dejar de ser Soviética, haya dejado también de ser Unión.

Eso sí: todo tiene su precio y es ilusoria la pretensión de conseguir las cosas sin pagarlo. La Unión, como es sabido, hace la fuerza. Una Unión efectiva, no por haber dejado de ser Soviética había dejado de ser fuerte, y esto implica la exigencia -y, si hace falta, la imposición- de fronteras seguras con los países vecinos.

El pasado nos enseña que, para los rusos, hay en Europa dos clases de países vecinos. La primera de ellas es la de antes de 1914, en una situación hija del reparto de Polonia y del orden posnapoleónico impuesto y mantenido por la Santa Alianza: la del tiempo en que las vecinas occidentales del imperio ruso eran Austria y Prusia (convertida ésta, en 1871, en el Reich de Bismarck), y en que la polaca Varsovia era una ciudad rusa, y Cracovia era una ciudad austriaca (igual que aún más al este, la ucrania Lemberg, más conocida hoy por Lvov, y, mucho más al sur, la italiana Trieste, la bosnia Sarajevo y la dálmata Ragusa, más conocida hoy por Dubrovnik), y Memel era una ciudad prusiana, no la klaipeda lituana en que se ha convertido después. Entre aquellos dos grandes países vecinos y Rusia, las relaciones no eran siempre buenas -aunque nunca tan radicalmente malas como las que tuvo la Unión Soviética con los países de la Alianza Atlántica durante la guerra fría de nuestro siglo- y hubo largos periodos de amistad y colaboración (y de complicidad, por supuesto) hasta que la hecatombe de 1914 hizo añicos una convivencia más que centenaria.

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La segunda clase de países vecinos de Rusia surgió a partir de 1918. El presidente estadounidense Wilson desembarcó en Europa armado de sus celebérrimos Catorce Puntos, con los cuales, y con la cooperación entusiasta de Francia y del Reino Unido (e indirectamente de la revolución bolchevique, que dio lugar a la secesión de Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania, aunque impidió la de Ucrania y otras de menor envergadura), hizo picadillo el mapa de la Europa' central y oriental. Separados de los grandes Estados europeos por una galaxia compuesta de Estados pequeños (con la única excepción de Polonia, cuyas dimensiones eran considerables, aunque a costa de morder sobre Alemania, Lituania y Ucrania) y concebida como una especie de cordón sanitario, el imperio, ahora soviético, quedó a la vez aislado e inseguro junto a una muy desavenida vecindad. En efecto, la artificialidad de los inventos checoslovacos y yugoslavos, que no tardó en ponerse de manifiesto a través de sus requebrajaduras, y la debilidad estructural de Rumania y Polonia eran fuentes permanentes de inestabilidad amenazadora. So pretexto de liberar una porción de naciones de las cadenas de la monarquía austro-húngara, se les impusieron a otras -y, en ciertos casos, a las mismas- las cadenas mucho más pesadas de la sumisión a nacionalismos ajenos. La hoy tan abominada limpieza étnica empezó (antes de agudizarse bajo los fascismos) al quedar hecho astillas aquel gran espacio danubiano de convivencia. Exclamando: "¡Mejor el Anschluss que los Habsburgo!", el checo Benes alcanzó la cumbre de su delirio político (dicho sea sin pretender atenuar la responsabilidad que una dinastía, una aristocracia y un alto clero incurablemente reaccionarios tuvieron en la desintegración de aquella monarquía).

Cuando, en 1939, Stalin y su tan admirado como temido adversario Hitler llegaron a un entendimiento, la URSS recobró la situación en que el imperio zarista se hallaba antes de 1914, con la diferencia de que sus dos grandes vecinas se habían fundido en una sola y, por ende, mucho más fuerte. Una vez derrotado este agresivo coloso en 1945, ¿cómo admitir que sus propios aliados arrebatasen al imperio soviético la influencia que Hifier le había reconocido y restableciesen a sus puertas la inestable e insegura vecindad del breve paréntesis (1919-1939) de confusionismo? Por eso, y para prevenir riesgos, el gigante euroasiático se cree autorizado a ejercer, con comunismo o sin él, sobre sus agitados y diminutos vecinos del Oeste, una tutela férrea paralela a la que el gigante americano se cree autorizado a ejercer sobre sus diminutos y agitados vecinos del Sur.

Es muy posible que, en el fondo, Clinton no desee otra cosa, a condición de que Rusia no caiga en manos de un Gobierno irresponsable y de que él pueda, en cada momento, saber con quién se juega los cuartos. Condiciones que no se cumplen ahora e ignoramos cuándo se cumplirán.

¿Y Europa, en todo esto? Quizá la Unión Europea nos proporcione, antes del siglo XXI, elementos para dar respuesta adecuada a esta pertinentísima pregunta. Entre tanto, paciencia... y barajar.

José Miguel de Azaola es escritor.

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