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Cartas infelices

A diferencia de los apacibles sentimientos epistolares descritos en un poema de Campoamor memorizado por muchos escolares españoles, las cartas cruzadas entre los dirigentes sindicales y el presidente del Gobierno durante estos días no parecen marchar felices en busca de su destinatario. Inmediatamente después de la huelga del 27-E, Antonio Gutiérrez y Nicolás Redondo se dirigieron por escrito a Felipe González ("estimado señor presidente") para pedirle una entrevista conjunta y "proponerle un proceso de negociación urgente". La respuesta del Jefe del Ejecutivo no le hizo esperar: en sendas cartas dirigidas a los responsables de CC OO y UGT ("estimado secretario general"), acusó recibo el pasado martes del envío y fijó una cita para celebrar la reunión en la tarde de hoy.Hasta aquí todo había transcurrido por los cauces de una civilizada convivencia. Sin embargo, el presidente del Gobierno parece condenado por sus desconfiados interlocutores no sólo a equivocarse sea cual sea la decisión que adopte, sino también a ofenderles personalmente con cualquiera de sus posibles contestaciones. Si Felipe González hubiese dado la callada por respuesta a la carta sindical o demorado la entrevista, el teatro se hubiese venido abajo con los pateos; pero tampoco le ha valido demasiado aceptar el encuentro cinco días después de ser solicitado: ahora es culpable por haberlo hecho sin enarbolar la bandera blanca de la rendición.

Así, la cortés contestación del presidente del Gobierno ha desatado una pavorosa tormenta de reproches y de insultos en el firmamento sindical: mientras un dirigente de UGT se asomaba a las pantallas de televisión para acusar. a Felipe González de pasarse el 27-E "por el arco del triunfo" (es decir, por el forro de los cojones, si se comparte el gusto de Juan de Mairena por el lenguaje llano), otros compañeros de organización, sin incurrir en esa terminología escabrosa, interpretaban la carta como un. suicidio político, una burla o un desprecio.

Es dudoso que el lenguaje utilizado por determinados líderes sindicales para dirigirse a la sociedad y al Gobierno en nombre del diálogo ayude eficazmente a cumplir sus objetivos. Mientras que la acendrada virilidad soez de algunas diatribas ignora la nueva sensibilidad creada por la masiva incorporación al trabajo de la mujer, los demagógicos tonos tabernarios de otras críticas humillan a su audiencia al rebajar groseramente su nivel cultural. En cualquier caso, no parece que el método adecuado para conseguir el ingreso voluntario de un interlocutor receloso en un proceso de negociación sea propinarle patadas en las espinillas o ponerle una pistola en el pecho.

El pecado original de Felipe González no ha sido otro que discrepar de la interpretación dada por Redondo y Gutiérrez al 27-E (supuesta muestra del "apoyo masivo e incontestable" de los trabajadores a las reividicaciones sindicales y de su "claro rechazo" a la nueva regulación laboral) y eludir sus conminatorias conclusiones ("el Gobierno debiera atender esa demanda social"). Porque la carta de Redondo y Gutiérrez no solicitaba tanto la apertura formal de unas negociaciones como la previa determinación de su contenido final.

Felipe González recuerda, sin embargo, que la reforma del mercado laboral no vive ya en La Moncloa: los proyectos de ley para instrumentarla se hallan en el Congreso. En ese sentido, la empecinada sinrazón de los sindicatos por ignorar al poder legislativo empieza a resonar peligrosamente para el sistema democrático; en un país sobrado de autoproclamados intérpretes de la verdadera voluntad popular y de la auténtica soberanía nacional, la impugnación de la centralidad del Parlamento es jugar con fuego: llevada a sus consecuencias extremas, la decisión de negar a las Cortes su soberanía sobre la reforma laboral equivaldría a romper las urnas donde los ciudadanos eligen a sus representantes mediante sufragio universal, igual, libre y secreto.

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