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Hombre de letrinas

Siempre fue un hombre inquietante: más misterios que el Rosario; menos conversación que un monolito. A la edad de cinco años dejó boquiabiertos a sus allegados. "Quiero ser un hombre de letras", declaró a su profesora. Ajeno a la bisoñez, devoraba mamotretos metafísicos y pasquines incendiarios, todos los cuales se le indigestaron. Sentía el renacuajo debilidad por la letra pequeña de cualquier escrito, síntoma de su vocación a la abogacía. "Vicentín, tú serás un hombre de letrinas", le escupió la maestra, irritada y profética. Sublime premonición, porque el chaval, afectado de misantropía, sólo encontraba solaz en el excusado, donde se parapetaba con necesidades y sin ellas. (Una operación nasal le había privado del olfato a los tres años).Durante sus morbosas permanencias en el inodoro, Vicentín no estaba ocioso: esculpía a navaja en las paredes mensajes lacónicos, aunque pestilentes, y apreciaciones mordaces no exentas de redomado lirismo. Tamaña procacidad se convirtió con el tiempo en filigrana clandestina. Sus conocidos le oían quejarse de la decadencia de la literatura mural. Y los retretes por él mancillados conocían su arte escatológico.

Los aseos de los bares de Malasaña, de la Facultad de Derecho, del Ministerio de Justicia y de su propio domicilio lucieron muestras sonrojantes de su sucio realismo.

Contrajo nupcias al acabar la mili, pero el matrimonio fue efímero. Su esposa, harta de borrar exabruptos en el lavabo, le abandonó a los 30 días de la boda, cuando se topó con esta máxima quevedesca grabada a cuchillo con exquisitos caracteres góticos: "Mujer que dura un mes es una plaga". Logró el infame cierto renombre entre los parroquianos de una taberna de la calle de Ruiz. Todos le atribuyeron esta concisa novela esculpida en la puerta del mingitorio: "Autobiografía de un jamón: yo era un cerdo, pero me curé". A pesar de este inefable hallazgo, los camareros le impedían el acceso a los urinarios. Pero él, en aras de su fiebre creativa, se las apañaba para burlar el veto. Su estrella declinó hace unos días. Alarmado el dueño del bar ante la intrigante demora de nuestro héroe en el evacuatorio, forzó la puerta y le sorprendió con las manos en la masa y los pantalones en los tobillos. Con primorosa letra redondilla estaba grabando en la puerta: "La vida es una mi...". No pudo el cuitado concluir la previsible obviedad. Hasta el momento, no ha vuelto a dar señales de vida. Y Vicentín es añorado no sólo por las letras, sino también por las letrinas, al fondo, a la derecha. La vida es una barca, Calderón, pero tiene un no sé qué.

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