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Para que dejemos de ir al cine

Hemos de reconocer que, en vísperas del tercer milenio, aquella pequeña conspiración de malhumorados que se gestó en el Comercial un triste miércoles de enero de no recuerdo qué año de hará unos treinta, ha triunfado o está a punto de hacerlo. Sí, hombre, aquello que trascendió a una columna y todos pensamos que iba de broma, y luego fue denunciado inútilmente en una novela, Conspiración en la Academia, que nadie leyó, que se sepa. La conspiración para que la gente, o por lo menos los madrileños, dejemos de ir al cine.Parece que la novela atribuía la paternidad del compló a ciertos académicos, pobrecitos, preocupados porque, ya entonces, bajaban vertiginosamente los llamados índices de lectura: unos seres chaparritos, aritméticos y bastante bestias que en los últimos años tienen la irritante costumbre de, tirarse en plancha, a todas horas, desde lo más alto de las estadísticas. Pues no es cierto. Honor -hoy y entonces-, a la Academia, que suficiente tiene con el Diccionario histórico para andar conspirando.

Los que se reunieron, pues, en el Comercial esa gélida tarde de enero fueron los habituales en este tipo de intrigas, al menos en Madrid: gente cazallosa y abigotada, alardeando de buen castellano, incluidos viriles insultos recurrentes, y en lo fundamental obsesionada con los errores del prójimo, ya sea que no pague impuestos, que no le guste el fútbol o que use minifalda, aunque ésta no debía de haber llegado aún. No importa: lo esencial es la preocupación por los errores.

Pues bien: era la época de la nouvelle vague, y el free cinema, y el neorrealismo, y Claudia Cardinale, y vete a saber cuántas cosas más que ponían nerviosa a la gente, dentro de las salas y sobre todo fuera, entre los que no veían ese cine pero lo imaginaban. Nuestros conspiradores del Comercial eran de estos últimos: se sabían de antiguo las batallitas de la guerra de todos los demás, las habían incluso vivido, de modo que para matar las tardes libres de aquella existencia fácil no les quedaba más salida que la imaginación perversa y la maledicencia. De ahí al rencor y la indignación activa no hay sino un paso, como sabemos todos en la Península, de modo que, entre café, copa y puro, los tertulianos se propusieron acabar no ya con el error, sino con la posibilidad de cometerlo.

Qué les voy a contar que ustedes no sepan. Empezaron muy lentamente, amontonando coches en la Gran Vía y agrisando los enormes cromos brillantes que antes habían atraído a las gentes, como a niños, a ver películas para adultos. Fueron relajando la nitidez del doblaje, de modo que si en su día se pudo decir que era un instrumento de defensa del castellano -forzando a los crédulos, pero se dijo-, pronto fue evidente que no se trataba más que de otro trágala, amparado en la costumbre, para que unas pocas voces viviesen de cine, y nunca mejor dicho. Finalmente, en esa primera fase, permitieron que las butacas de las salas se fuesen endureciendo, que a las alfombras les salieran trampas, y brillos a los trajes de almirante de los acomodadores. Y lo más sutil y maquiavélico, fueron dejando que se extendiera la idea de que una sala de cine es un puesto de pipas. Algo no tan irrelevante, ya que nadie puede pensar en grande, pensar en Cinemascope, si está comiendo pipas. Si lo duda, inténtelo.

Lo demás ya es historia y ustedes la conocen: es la suya. A menudo me asombra que tan dramáticos resultados nacieran en aquella humilde mesa del Comercial y de aquellos caletres tan rudimentarios. El resultado es que, salvo los sábados ineluctables, y sólo los más endurecidos -que aún son muchos, sin duda, y muy jovenes-, ya casi no pisamos un cine; o sólo pisamos unos mientras los demás van entrando en territorio hostil.

Se necesita mucha rutina y tozudez, cierto, para seguir encastillados en el doblaje, para que los horarios sean tan rígidos y los cines tan inaccesibles, para que los ambientadores de las salas huelan tan mal, y para que la gente se comporte como en un picnic (sucedía el otro día con una pareja en El piano, una película de música y silencios; luego me dijeron que él era el cantante de un grupo que se llama Los Lorenzos, o algo así). No extraña que en Madrid no se proyecte una película. Se echa.

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