_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Razón y riesgos de una huelga

No he podido librarme de la tentación, seguramente como tantos otros españoles que se sienten corresponsables de los problemas del país, de comparar la huelga general del 14 de diciembre de 1988 con la anunciada para el 27 de enero. No se hable de segundas partes, porque sólo lo son en la continuidad de un mismo presidente de Gobierno que en los seis años transcurridos no ha hecho más que aumentar su aversión a la política económica que reclaman los sindicatos.La primera huelga general llego a los seis años de Gobierno socialista; la segunda, a los 12. Y lo sorprendente no es tanto el ritmo de sexenio que parece haberse establecido, como que, enfrentado a los sindicatos, se mantenga el mismo presidente a la cabeza de un Gobierno que se autodenomina de izquierda, y que como tal ha sido revalidado por el electorado, que una y otra vez se ha sentido atraído por el señuelo del cambio prometido, aunque luego la política económica que realiza descuelle por la fidelidad más estricta a los enunciados neoliberales, que unos estimarán la única vía posible, mientras que otros la tildamos simplemente de derecha, sin eximente alguno.

Aparte de esta sorprendente continuidad en la política realizada, a nadie se le oculta que destacan las diferencias. La primera y fundamental se manifiesta en los objetivos. La huelga del 14-D aún contenía reivindicaciones que cabía cuantificar -porcentaje de desempleo cubierto con las prestaciones, aumento de los sueldos de los funcionarios-; se trataba, en fin de cuentas, de una esas batallas por la redistribución de la renta nacional, que pertenece al meollo mismo del modelo social establecido.

El objetivo de la huelga convocada, en cambio, tiene un carácter mucho más fundamental, cabría decir que casi de principio: se llama a la lucha para conservar el modelo establecido de relaciones laborales, que, precisamente, el Gobierno, como si fuera la única forma de superar la crisis, ha decidido modificar. Se cuestionan así aspectos fundamentales del Estado social, al corregir una legislación que protegía al trabajador, tanto al dictar las condiciones mínimas para el empleo como ante la eventualidad de un despido. La desregulación del mercado de trabajo pone en cuestión viejas reivindicaciones emblemáticas del movimiento obrero, como la fijación de la jornada máxima o el descanso semanal, o permite extender las horas extraordinarias a precios más bajos; en fin, una serie de rnedidas que traen en jaque a un modelo de relaciones laborales por el que la clase trabajadora ha peleado durante un siglo y que muchos creíamos irreversible. Quién iba a pensar que los mismos dirigentes socialistas que en 1980 negociaron con UCD y la CEOE el Estatuto de los Trabajadores, como un consenso mínimo que aún habría que ir ampliando con el ulterior desarrollo social y económico, se iban a atrever a rebajarlo unilateralmente 14 años más tarde.

Aquí se inserta la cuestión de principio. Las medidas tomadas anuncian que se ha invertido el sentido del proceso, iniciándose una mengua progresiva de los derechos que protegen a los trabajadores, con el riesgo de que la fuerza de trabajo termine por considerarse una mercancía, cuyo precio y condiciones establece exclusivamente el mercado. Resultado, habríamos perdido un siglo de luchas obreras, con un horizonte a la vista de nuevos enfrentamientos con un capitalismo puro y duro.

Es de tal alcance lo que se juega el 27 de enero que uno tiembla sólo porque se haya planteado la lucha en estos términos. Han tenido que ocurrir cambios profundos en el consenso social de lo posible, así como una internalización de los supuestos individualistas y neoliberales en los más variados sectores sociales, para que -para mayor inri, desde un sedicente Gobierno de izquierda- pudiera plantearse la idea de que la salida de la crisis pasa por recortar los derechos de la mayoría. El que se haya disociado crecimiento económico de sus implicaciones sociales representa de suyo la gran derrota de la izquierda, la pérdida de una hegemonía ideológica y social, acontecimiento que ha ido sucediendo a lo largo del último decenio, en el que, al final, ha acabado por imponerse una visión neoliberal de los problemas sociales y económicos planteados.

Precisamente, en la debilidad de los perdedores de siempre hay que encajar la huelga, con reivindicaciones de principio que, por el solo hecho de tener que formularlas, queda de manifiesto su carácter defensivo, lo que evidencia otra diferencia sustancial con el 14-D. En aquella fecha nos creíamos en la cresta de la ola, y la gente exigía el participar de los beneficios que se repartían en las alturas. Ahora nos encontramos en el fondo del pozo sin que nadie divise la forma de saltar fuera. La experiencia enseña que en tiempos de las vacas gordas se lucha con mayor vigor si se trata de conseguir reivindicaciones nuevas, cuando a lo único que se puede ambicionar es a no perder lo poco que se tiene.

Con un Gobierno socialista que parecía intocable en su infinita arrogancia, en el 14-D, en todas las clases y grupos sociales, prendió el afán de darle una lección. Ahora tenemos un Gobierno ya tan extenuado que hasta se percibe una difusa preocupación por la gobernabilidad. Muchos temen que, si se debilitara aún más, podría hasta dejar de gestionar intereses de clases que se consideran sagrados, máxime cuando la cuestión puesta sobre el tapete es de una importancia primordial: las cosas no pueden continuar como están y, si no se desmonta el Estado social, habría que encontrar una alternativa en un giro importante de la política económica. Y el impedirlo a todo trance cuenta con un apoyo inquebrantable de los medios rectores de la sociedad. En el 14-D la clase trabajadora estaba arropada por la sociedad toda; ahora se encuentra, como es lo suyo, otra vez sola.

Además, los socialistas han aprendido no poco, y ya no cometen errores en cadena como la vez anterior. En una cuestión, central del ideario socialista, el partido del Gobierno permanece callado como muerto, dejando de paso bien claro al que pudiera tener la menor duda que las contiendas internas no son ideológicas, sino simplemente de intendencia interior. Pero apacigua los ánimos el que esta vez los tezanos no se hayan lanzado al ruedo; sobre todo, que el nuevo vicepresidente de Gobierno no aparezca en pantalla, como el anterior, diciendo que no se garantiza la seguridad en la calle, lo que llevó a muchos pusilánimes -son siempre los más- a quedarse en casa aquel 14-D. No se ha valorado en lo que supuso aquella magnífica contribución involuntaria al éxito de la huelga. Otro factor que marca una diferencia sustancial es que ahora existe la televisión privada y resulta inconcebible que pueda producirse el apagón televisivo -qué heroico disparo de salida-, ni en los medios de comunicación, antes tan progresistas, habrá quien plantee el posible conflicto entre el derecho a la huelga y el deber de informar. Radios y televisiones aprovecharán el día para contar con todo detalle anécdotas más o menos divertidas, señalando de paso dónde se trabaja y dónde no. Lo más probable es que la jornada acabe con una guerra de datos inasimilables y casi incomprensibles para el ciudadano corriente, de modo que cada cual verá confirmada la tesis que prefiera sobre el éxito o el fracaso de la huelga.

Como hemos visto, las diferencias son enormes y no parece probable que se repita el 14-D, pero aún mayores las que se divisan para el día de después. La huelga del 14-D se ganó en la calle, pero casi se pierde en las negociaciones posteriores; no se olvide que se tardó más de un año en recoger el fruto. La huelga esta vez se hace con la finalidad de obligar al Gobierno a dar marcha atrás en la desregulación del mercado de trabajo, en la reducción de las prestaciones sociales, en el desmontaje del Estado social, que desde el punto de vista del Gobierno, de la mayoría parlamentaria y de la patronal serían requisito esencial para combatir el paro. Después del 27-E resulta dificilísimo imaginar en qué puedan consistir unas negociaciones tendentes a conseguir la anulación de unas normas aprobadas con un apoyo parlamentario que parece imposible

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior

pueda recomponerse para modificar lo ya aprobado. Después del 14-D, la negociación dependía en buena parte de la voluntad del presidente del Gobierno; después del 27-E, el presidente no dispone más que de 159 diputados.

En consecuencia, estar a favor o en contra de la huelga supone, en primer lugar, compartir o no los supuestos teóricos de cada una de las partes. Se está en contra si se piensa que el neoliberalismo, con todas sus consecuencias, es el único camino, y se está a favor si se cree que desregulando y abaratando el precio del trabajo se arriesga la paz social, sin que probablemente el impacto sobre el volumen de empleo sea significativo.

Sin poder entrar a dilucidar en pocas líneas quién lleva la razón -no quiero, sin embargo, ocultar que, por mi parte, estoy convencido de que el camino emprendido por el Gobierno a corto plazo no va a mejorar mucho la situación, pero a mediano y largo plazo va a empeorarla en aspectos esenciales-, importa subrayar que una huelga convocada en última instancia para apoyar una tesis, como todas discutible, muestra la debilidad inmensa de un movimiento obrero y sindical que, una vez que ha ido perdiendo terreno en todos los frentes -hasta el del buen nombre, por escándalos que debieron ser impensables en un sindicato-, ya no le queda más que dar la batalla por los principios. Cuando hace todavía poco tiempo se reprochaba al movimiento obrero su desideologización, de repente se revela combatiendo por unos principios elementales, que no cuenta ya con la fuerza social para mantenerlos.

El 27-E tenemos que habérnoslas no con una huelga reivindicativa, como corresponde a la idea moderna de un sindicato, que plantea a la patronal demandas tan precisas como realizables, sino, hay que decirlo claramente, con una ideológica, o si se quiere, más a las claras, con una exclusivamente política. De ahí, por una parte, su enorme debilidad; por otra, los riesgos enormes que comporta.

Para terminar, unas pocas palabras sobre estos dos puntos. Cierto, no hay reivindicación concreta que no presuponga un armazón teórico para poder ser formulada. Sin una idea clara de hacia dónde va la sociedad y hacia dónde tendría que ir desde una perspectiva obrera, no cabe una política sindical. El apoliticismo es incompatible con unos sindicatos capaces y dignos de cumplir con su labor. No reprocho a los sindicatos el tener ideas, y mucho menos las socialdemócratas, que ellos defienden y yo comparto. Lo que me asusta, a la vez que me conmueve, es que hayan llegado a un punto de tal debilidad que ya no puedan traducirlas en reivindicaciones concretas, sino que, colocándose a la defensiva, en franca retirada, no puedan ya, como último recurso, más que convocar una huelga general para defender el patrimonio ideológico más elemental. Tal vez no haya otra cosa que hacer, pero haber llegado a semejante situación no es para que la izquierda cante albricias.

El manifiesto que convoca a la huelga parece más un programa político, propio de un partido el desarrollarlo, que uno sindical, que se pueda realizar con sus propios medios. El drama de los sindicatos es que los partidos que pueden formar mayorías parlamentarias no apoyan su programa; que el partido socialista, que debería haberse identificado con estas posiciones socialdemócratas -y no faltan los socialistas de relumbrón que en privado dicen apoyarlo, sobre todo cuando se avecinan las elecciones-, haya sido desde el primer día que llegó al poder, y siga siéndolo hasta ahora, el adalid más aguerrido de una política neoliberal. Pero que los socialistas no hayan sabido cumplir con su papel histórico no quiere decir que los sindicatos los puedan sustituir. Esta política de sustitución -la oposición real está en la prensa, cuando no pasa a los sindicatos- fragiliza enormemente nuestra democracia parlamentaria. Me parece señal clara del enorme deterioro de la democracia parlamentaria en España el que hayamos llegado a la situación de que los sindicatos con movilizaciones y huelgas, que comprensiblemente cuentan con un gran apoyo popular -la gente empieza a perder la paciencia-, reivindiquen una política económica y social que sólo cabe llevar adelante con una mayoría parlamentaria que no se divisa en el horizonte. Como ocurrió en la primera Restauración, sellando su destino, en la segunda también se acumulan los síntomas que anuncian que la clase obrera pudiera quedar otra vez fuera del sistema político. La huelga del 27-E, aparentemente sin objetivo realizable, debiera dar de pensar en este sentido.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_