Japón inmutable
MORIHIRO HOSOKAWA, primer ministro de Japón, está desde ayer en graves dificultades. El programa de reformas políticas que había servido a Míster Limpio para alcanzar el poder en agosto pasado sufrió un durísimo revés en la Cámara alta por la deserción en masa de los socialistas, sus incómodos compañeros de coalición. Hosokawa tiene que montar ahora con urgencia alguna complicada operación de ingeniería parlamentaria o, ver cómo sucumbe, junto a todo. su plan de reformas, su propio futuro político, que tan prometedor parecía. Casi cuarenta años de simbiosis de los mundos económico y político y de control absoluto de la vida institucional nipona por el Partido Liberal Democrático (PLD) han producido un doble efecto: la extraordinaria potencia económica de Japón y, simultáneamente, la escandalosa corrupción de su vida pública. Los últimos años del PLD en el poder han sido, ante todo, una concatenación de delitos que van desde las comisiones a sus líderes por la compra de aviones Lockheed hasta la connivencia de la cúpula del partido con el crimen organizado, pasando por el abuso con información privilegiada en la Bolsa como el escándalo Recruit, así como la financiación corrupta e irregular de los partidos.
En las elecciones de julio pasado, el PLD sufrió un tremendo descalabro, perdió la mayoría absoluta y se encontró de golpe en la oposición. Los vencedores fueron cuatro partidos desgajados del liberal-democrático (entre ellos, el Nuevo, Partido de Japón de quien acabaría siendo jefe de Gobierno, Hosokawa), a los que se unieron dos partidos conservadores y el socialista, también severamente castigado en las urnas. Formaron una difícil coalición en la que, desde el principio, el partido socialista se dedicó a amargarle la vida al primer ministro, oponiéndose a las principales iniciativas de éste: el nuevo papel del Ejército, (por primera vez desde el término de la II Guerra Mundial, las tropas niponas salieron de su territorio para desempeñar tareas de pacificación en Camboya), el levantamiento de la prohibición de importación de arroz o alguna subida de impuestos para hacer frente a la grave recesión económica.
Pero el caballo de batalla principal era el de las reformas moralizadoras de la vida política, roca contra la que se habían estrellado los predecesores de Hosokawa en el cargo, Kiichi M1yazawa y Toshiki Kaifú. Se trataba de modificar el sistema electoral, introduciendo una fórmula mixta de escrutinio uninominal a una sola vuelta, combinada con una proporcional para determinadas circunscripciones. Además, quería reducir el papel desempeñado por la financiación externa de los partidos y elecciones y hacer más transparente el sistema. Entre todos los problemas del primer ministro, dos eran capitales. Por una parte, su propio barniz de pulcritud política comenzó a resquebrajarse con la revelación de algunos episodios en los que su honradez aparecía como bastante menos inmaculada de lo que todos esperaban.
Además, su paquete de reformas -cuatro proyectos de ley- quedaba pendiente de la aprobación en la Cámara alta, necesaria para la vigencia de esta legislación. Ayer, en esta Cámara, 17 consejeros socialistas -tras infinitas maniobras de filibusterismo parlamentario, tristemente habitual en Japón- rompieron la disciplina de la coalición y votaron, junto con el PLD, en contra del paquete: el proyecto de Hosokawa caía derrotado.
El primer ministro tiene que negociar ahora la moderación de sus reformas antes del 29 de enero para lograr un apoyo consensuado de las mismas. Sólo así podrá salvar su futuro político y el de su débil Gobierno -un fracaso le obligaría a convocar nuevas elecciones generales- Pero aquí está el triste sarcasmo. Para intentar sobrevivir en el escenario político, Morihiro Hosokawa tendrá que negociar su reforma -cuya piedra angular es la lucha contra la corrupción- precisamente con el PLD, la formación que a lo largo de 38 años sublimó el arte del bandolerismo en la política.
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