Tres propuestas de futuro
En el próximo congreso del PSOE se van a dilucidar tres tipos de cuestiones: doctrinales (¿qué es lo esencial del proyecto del siglo XXI?), programáticas (¿cómo llevar adelante el proyecto socialdemócrata en plena crisis económica?) y organizativas (¿cuál debe ser la respuesta del PSOE ante una crisis galopante de la cultura política tradicional?). Desearíamos en esta ocasión centrarnosen estos temas y proponer, si no respuestas elaboradas a cada uno de los interrogantes, al menos sí ciertas llamadas de atención para evitar algunas salidas en falso.Una de las posibles salidas en falso es la que se puede esperar del planteamiento maniqueo, que consiste en afirmar que hay dos versiones del socialismo: la del socialismo fetén y la del socialismo liberal. Desgraciadamente, una década de conservadurismo reaganiano, adobado por el extremismo ideológico de la derecha, nos ha llevado a una confusión intelectual que da grima reconocer, fruto de la cual ha llegado a resultar de mal gusto que desde la izquierda se reivindique la cultura política liberal, porque se confunde con el doctrinarismo de la economía neoliberal. Lo cierto, sin embargo, es que el núcleo fundamental de la cultura política del PSOE fue siempre liberal. Sería estúpido que, por un simple despiste intelectual, el PSOE y la izquierda española regalarán a los conservadores un patrimonio ideológico de tanto valor para nuestro tiempo.
Ser de izquierda, ser socialista es dar por descontado que se es liberal, desde luego (Prieto dixit). Pero, en los tiempos que corren, quizá fuera útil repetirlo en voz más alta, en vez de mirar para otro lado cuando se plantea la cuestión.
La izquierda, en España y en Europa, haría bien, en efecto, si reivindicara activamente algunos elementos básicos de la cultura política liberal. Por ejemplo, el aprecio por los valores del individuo autónomo, libre y con iniciativa innovadora, al avance de las nuevas del corporativismo. O la tolerancia frente al doctrinarismo, la igualdad del género humano frente al racismo, y la filantropía y el atruismo frente a la insolidaridad. Y, en vez de cifrarlo todo en el poder de la Administración pública y en su funcionamiento burocrático, habría de recuperar el respeto por la iniciativa de la sociedad civil. Esa sociedad civil a la que el socialismo liberal debería alentar, a la que debería abrirse y escuchar, y para la que debería articular un mensaje político progresista, atractivo e inteligible. Al fin y al cabo, el socialismo liberal que reivindicamos no debería ser otra cosa que socialdemocracia, con buenas maneras.
Otra de las posibles salidas en falso del debate socialista tiene que ver con el dilema acerca de la economía del bienestar en tiempos de crisis: ¿qué es más prioritario para una pOlítica socialista, la competitividad de la economía o la solidaridad social? Desde luego, sigue siendo cierto que la mejor forma de redistribuir la riqueza sin romper el consenso democrático es aumentarla. Pero la cuestión en tiempos de crisis -y para salir de ella- es cómo se mantienen las políticas redistributivas y de empleo cuando disminuye la riqueza o cuando ésta no crece a un ritmo suficiente. En esencia, hay tan sólo dos respuestas a esta cuestión: por un lado, se pueden reducir significativamente los impuestos y, en paralelo, las políticas sociales y de protección de la población en general, rompiendo el carácter universalista de los servicios de bienestar y dedicando los dineros públicos a resolver los problemas de los sectores de población más precarizados, mientras que el resto de los ciudadanos se costea servicios y sistemas de protección privados. Por otro lado, se puede apostar por mantener los trazos básicos de universalidad de los servicios y de las protecciones sociales, pero procediendo a una racionalización drástica de los gastos públicos, moderando las expectativas de renta de toda la sociedad y suprimiendo rigideces en el mercado de trabajo y en los servicios, sin ahogar el crecimiento económico, aun que redimensionando de un modo más sensato los costes de nuestras actividades productivas.
En nuestra opinión, como hemos defendido en otras ocasiones, la única salida compatible con un proyecto progresista y con la desaparición de la lacra del desempleo masivo es la segunda. Una buena forma de contribuir a que sea más factible es empezar por no desviar la atención, también aquí, hacia planteamientos maniqueos. La cuestión en el seno del PSOE no es si se está a favor o en contra del Estado de bienestar. Ni siquiera, probablemente, en la defensa de la universalidad del Estado de bienestar.
El peligro reside más bien en que, tras el impacto sicológico de una huelga general, se abra dentro del propio PSOE una vía de presión que lo quiera todo: mantener un Estado de bienestar universalista, pero no proceder a una racionalización real de los gastos, públicos y a una reforma eficaz de los mercados de trabajo o de servicios en nuestro país. La existencia de esta hipotética y no deseable situación no, respondería, en realidad, sino a la adopción de una pose de izquierda como instrumento de fuerza y de turbación en un momento precongresual como el que ahora vive el PSOE.
Si mencionamos esta amenaza es porque sus consecuencias negativas serían incalculables, no para el PSOE, sino para todá la sociedad. Pues lo cierto es que una alternativa progresista como la que aquí se sugiere sea viable en, nuestro país, se requiere un amplio consenso social, y éste, a su vez, depende de dos condiciones. En primer lugar, como condición básica, es necesario que el propio PSOE presente unidad, cohesión y determinación a prueba de bomba en la puesta en marcha, de esta alternativa, y esto no sería posible con vías de agua como la mencionada.
Pero además, es preciso que la mayoría de la población esté convencida de que no hay otra alternativa más conveniente. Y no es probable que se alcance un amplio consenso social para un paquete de medidas de reforma y de esfuerzos colectivos como el que se necesita, si el consenso se plantea solamente como un juego de intereses de suma cero, limitándolo al acuerdo entre organizaciones que representan intereses parciales. Para que el consenso sea viable es preciso situarlo en un plano diferente, en el que sea posible apelar a lo que los clásicos llamaban el interés o el bien común.
Se puede hablar de la política en dos sentidos: como el arte de conquistar y conservar el poder (Maquiavelo) o como una dimensión moral de la naturaleza humana (la ciudadanía: Aristóteles), que consiste en ocuparse de los asuntos de interés colectivo, del bien común.
Uno de los problemas más difíciles de la vida política actual consiste en hacer compatible la lógica de la acción política en el sentio, maquiavélico con los valores morales de la política en el sentido clásico o aristotélico. Esto es especialmente notable en la actuación de los partidos políticos, ya que tienden a configurarse como aparatos dedicados exclusivamente a conquistar y conservar el poder del Estado, y guiados por la lógica de Maquiavelo. Una de las consecuencias más nefastas de esta tendencia es la deslegitimación moral y social de la política de los partidos.
Para la izquierda, esta situación es realmente peligrosa. El logro más importante de las fuerzas progresistas a lo largo de los dos últimos siglos no reside en las transformaciones sociales que se han logrado bajo su impulso, sino en las transformaciones políticas que le han permitido acceder democráticamente al ejercicio y al control del gobierno del Estado con el apoyo de amplios sectores sociales. Esto es especialmente relevante en el caso de la socialdemocracia europea. De aquí que la deslegitimación de la política pone en cuestión, fundamentalmente, la viabilidad del proyecto socialista. Por eso, uno de los objetivos esenciales de la reforma del socialismo democrático debe ser contribuir a la recuperación de la legitimidad de la política.
De cara al próximo congreso del PSOE, el riesgo de salida en falso en este punto es bastante alto: consiste en que los delegados del congreso se conformen con aparentar cambiarlo todo para que todo siga igual. Existen al menos dos variantes posibles de esta falsa vía: cambiar el discurso ideológico con la esperanza de recuperar así un amplio apoyo social sin cambiar los equipos dirigentes; o poner el énfasis en la lucha por el control del aparato del partido, sin cambiar en profundidad las ideas, con la esperanza de que la renovación de la imagen de los dirigentes sea suficiente para incrementar el apoyo social. Ninguna de estas dos opciones constituye una respuesta adecuada al problema de fondo que hemos señalado.
En cambio, sí sería posible avanzar en la resolución de este problema si el congreso centra su atención en la reforma de algunos aspectos de su propia organización interna que son los que más están contribuyendo a alejar a los ciudadanos del PSOE y a deslegitimar la acción política. En síntesis, la opción que estamos apoyando y hemos defendido ya en otras ocasiones, implica una reforma del PSOE que garantice en su seno el ejercicio de todos los derechos democráticos comenzando por el voto individual y secreto y el sufragio universal en los procesos electorales internos, arbitrar procedimientos para facilitar la renovación de dirigentes, unas estructuras organizativas más flexibles que faciliten una mayor participación de los ciudadanos en las decisiones de los partidos, y transparencia total en las cuentas de los partidos y ejemplaridad en sus políticos.
Seguramente estas reformas no serán suficientes para deshacer el nudo gordiano del conflicto entre la lucha por el poder y la condición moral de ciudadanía; pero son, desde luego, necesarias si se quiere avanzar en esa dirección y hacer que la política socialista tenga para los ciudadanos un interés más amplio que el interés de los políticos del partido socialista.
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