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Reportaje:

Ciudad despierta

La relativa proximidad del aeropuerto de Barajas ha impedido que las modernas construcciones de Alcobendas se eleven en demasía hacia las alturas, moderando también la estatura de las chimeneas del vecino polígono industrial. Alcobendas desde luego no es La Moraleja, aunque La Moraleja, por más que les pese a los fatuos secesionistas que alberga, sí sea Alcobendas. Alcobendas, no es La Moraleja pero tampoco es una ciudad dormitorio al uso. Abundan las zonas verdes, las zonas de peatones se presentan vivas y animadas a cualquier hora del día y sus gentes participan activa y multitudinariamente en la vida ciudadana y en las actividades culturales o festivas que organiza el Ayuntamiento, ya sean los cursos de la Universidad Popular, los recuperados carnavales, o los actos programados por la Casa de la Cultura, un edificio amplio y moderno, a veces más concurrido que un centro comercial.En los centros comerciales y en la Casa de la Cultura, suelen buscar cobijo en el invierno muchos jubilados a los que sus familias envían a pasear para que hagan higiénico ejercicio y no interrumpan en. las tareas domésticas. Ahora las tertulias de los jubilados ocupan, como les corresponde, los bancos de los parques y las plazas. En la plaza del pueblo, que es la del Ayuntamiento, desde hace mucho aunque ya por poco tiempo, Beatriz Alcázar hilvana sus recuerdos y los de sus mayores, anécdotas y sucedidos de esta ciudad en la que vive desde que tenía dos años cuando su familia se trasladó desde el vecino pueblo de Fuencarral. A mediados de los años cincuenta en Alcobendas empezó a dejar de ser un pueblo agrícola atravesado por una carretera nacional, parada y fonda, venta y apeadero en las proximidades de la ciudad. Entonces la plaza del pueblo se transformaba en señaladas ocasiones en plaza de toros a despecho del tráfico. El primitivo Ayuntamiento, chato y humilde caserón, desapareció para dejar paso a un edificio más acorde con el nuevo censo de la villa, edificio frío y funcional que contrasta con su aledaño, casi gemelo de la antigua casa consistorial, en cuyos bajos, se ubica la taberna más veterana y famosa de Alcobendas, La Taurina, llamada así porque en su piso superior se vestían los diestros y sus cuadrillas antes de salir al improvisado ruedo. Setenta años lleva al frente del establecimiento la familia de Luis Ventosino, su actual propietario que exhibe orgulloso en el patio de su establecimiento la morera más antigua de Alcobendas, a la fecha en 350 años, ni uno más ni uno, menos. El tabernero advierte a sus clientes sobre la peligrosidad de refugiarse a su sombra en fechas de estío cuando los dulces frutos en sazón se desprenden de la rama y buscan con alevosía las camisas y las blusas veraniegas para sellarlas con su mancha casi indeleble. Riesgo difícil de evitar cuando la parroquia está concentrada, en la degustación de unos espléndidos callos a la madrileña, una paella, una fuente de sardinas o un plato de picantes patatas a la taurina con ajo y especias. Falta el vino de la tierra, gajes del progreso. Alcobendas perdió su célebre moscatel, dejó de ser la capital del vino de misa e hizo imposible la repetición del prodigio más famoso de su generosa virgen, la Virgen de la Paz, que un día, siglos atrás, multiplicó milagrosamente el vino de una tinaja hasta que saciaron su sed los devotos que habían acudido a venerarla en su festividad.Muchas cosas cambiaron Por ejemplo, recuerda Beatriz, ,ya no es posible ver al alcalde cruzar en volandas, a lomos de guardias municipales, la plaza del pueblo, en los días lluviosos para no mancharse los zapatos ni los bajos de los pantalones en los charcos, costumbre implantada por uno de los últimos ediles-caciques del extinto régimen. Se acabó la agricultura y se acabaron los caciques. Y si no hay uvas, ni vírgenes milagrosas, no faltan desde luego las tabernas donde aprovisiona rase, aunque las preferencias de los jóvenes, bien servidos de pubs y discotecas, también de aulas y campos de deporte, se inclinen por la cerveza.

La presencia juvenil en la paisaje urbano destacá en numerosos, abigarrados y coloristas graffitis que gritan desde los muros y sirven de reclamo en establecimientos comerciales. Algunos avispados comerciantes de Alcobendas, sabedores de la furia pictográfica de estos artistas del spray, y en previsión de males mayores, les han cedido sus fachadas para protegerse de pintadas espontáneas y llamar la atención de los viandantes. Este año muchos jóvenes nativos ofician sus ritos y sus danzas nocturnas en El Desguace, un cine reconvertido, esto es, vaciado, para uso de adictos al bakalao y demás ritmos hipnóticos. Cerca de allí, sus hermanos mayores, más relajados, prueban algunas especialidades de la cocina árabe en Falafel, un café regentado por palestinos de la diáspora que sobrellevan el exilio rememorando los aromas de su tierra natal y escanciando el hirviente té de los desiertos a los pobladores de la meseta.

Al fin y al cabo, el nombre de Alcobendas, como sostienen algunos cronistas y disputan otros, podría venir del árabe Alá-Alcobba, lugar reservado a Dios y, sin duda alguna, tierra hospitalaria y generosa.

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