Pánico en el 'súper'
Me había fijado en él, vagamente, al pasar por donde los aceites. Arrastraba el carro como un minero leonés. Una mujer amable, que las hay, le indicó que mejor que echadas, pusiera las botellas de aceite de pie, que así no se le estallarían. Obedeció y se perdió por el laberinto. Me lo volví a topar en un cruce de caminos: su vehículo había embestido por detrás a una energúmena en chándal y trataba de disculparse, en vano, a la vez que buscaba, desesperadamente, un papel que se le debía de haber caído. Lo encontró, se lo guardó en el bolsillo y se perdió por el desvío de las galletas.Cuando llegó a la carnicería, yo estaba donde los embutidos, al lado. No cogió número, es cierto; pero sí que pidió la vez: tímidamente, de acuerdo, con un susurro de voz, quién lo discute. Pero andaba el gineceo alborotado porque Ramón, el carnicero, se había llevado un dedo por delante por ser. servicial con doña Patro, empeñada en que le cortara la carne para guisar en trozos más pequeños de lo que el buen criterio determina, y ni caso le hicieron.
Lo del dedo por delante fue exageración de primera fila arrebolada, que tampoco fue para tanto; un corte profundo, eso sí, que aquello parecía el nacimiento del Ebro. Le vi palidecer, mirar hacia otro lado; a él, claro, a Ramón, no. Ramón, en un visto no visto, se hizo un torniquete y siguió con la faena. Que había mucha clientela. Cuando creyó que le tocaba, carraspeó un poco y tras haber manoseado, una vez más, el papel, pidió dos solomillos de cerdo, grandecitos, para asar, que sean buenos... Lo dijo todo a la carrera, en un ímprobo esfuerzo memorístico. Pero no contaba con aquella señora, que estalló: que no se colara, caballero, que estaba ella antes, que era con número, que lo dijera, si no, Ramón; y éste, conciliador, déjele, mujer, si es un momento, dispuesto a servirle a aquel desconocido; dispuesto, sí, si le hubieran quedado solornillos, lástima, pero que si quería otra cosa...
Con aquello no contaba, la verdad; miró de nuevo el papel, levantó la vista hacia mí, tal vez buscando en el sexo complicidad. La señora aquella, atropellada en sus irrenunciables derechos, flameando el papel rosa del número como esos patriotas que enarbolan la rejigualda para abrirte con ella la cabeza, pidió cuarto y mitad de filetes tiernos, de los que tú me das,
Ramón...
Aquel desconocido se rindió y enfiló, que yo le vi, hacia la caja. Se puso en la cola bordeando el módulo del chocolate (dos por uno) por la derecha, que así se lo marcó su lógica. Pero resultó que se sorteaba el tropiezo del chocolate ofertado (los gusanillos asomaban por entre el papel de envolver) por la izquierda. Así se lo hicieron ver, después de un rato. En aquel juego de la oca, en el que tenía todas las de perder, tuvo que retroceder un montón de casillas.
El hombre, encima, no hacía más que consultar el reloj, debía de tener prisa o se estaba derrumbando. Ya le tocaba pagar cuando se le acercó una mujer, que llevaba entre las manos un litro de leche desnatada y un salchichón en oferta; que si le dejaba pasar, que total eran dos cosas. Sin duda iba a hacer un gesto de resignada cortesía: ande, pase, mujer, cuando ésta, sin esperar más, se coló, muy amable, señor, y dejó, ante la cajera, la leche y el salchichón; pero, ay, qué cabeza la mía, se le había olvidado el pan de molde, espera, Rosa, guapa, ¿me permite, señor?, es un momento; y al cabo de un rato volvió, gracias, señor, ay qué día llevo, Rosa, guapa, y Rosa que cogió el salchichón escoltado por un cuchillo más largo que el embutido de promoción, más que para cortar embutido era hierro adecuado para la matanza... ¡Pepe, mírame, a cuánto está el salchichón del cuchillo!, gritó la desmemoriada cajera.
Aquí fue, al parecer, cuando se precipitaron las cosas: aquel desconocido agarró el arma blanca y se la puso en el cuello a la mujer, que, aunque dio un grito de espanto, no le sirvió de mucho. Y ahí está, amenazándonos a todos, desde hace seis horas. Se espera de un momento a otro que intervengan los geos. O su mujer, que también ha llegado.
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