Chiapas, donde hasta las piedras gritan
Antes de la actual, hubo dos grandes insurrecciones en Chiapas, la región más pobre y meridional de México. En 1712, una niña llamada (ni más ni menos) María Candelaria dijo haber visto a la Virgen. Miles de campesinos acudieron al sitio de la aparición. La Iglesia se negó a legitimar el milagro e intentó destruir el altar de María Candelaria. La revuelta prendió, encabezada por Sebastián Gómez de la Gloria, quien llegó a sumar 6.000 indios en sus filas, en una guerra de exterminio contra los españoles.En 1868, otra muchacha, Agustina Gómez Chechep, dijo que las piedras de Chiapas le hablaban con la voz de Dios. Las piedras parlantes atrajeron a muchos peregrinos, y en tomo a este culto comenzó a organizarse la protesta social. Agustina fue encarcelada, pero Ignacio Fernández Calindo, que no era indígena, sino hombre de la ciudad de México, asumió la jefatura del movimiento, prometiendo a los indios que los conduciría a la "edad de oro" en la que la tierra les sería devuelta.
Tanto la rebelión tzeltal de 1742 como la chamula de 1868 parecen invenciones de un abuelo de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez; ambas fueron sofocadas: por los ejércitos del virreinato aquélla, de la república ésta, y sus líderes ejecutados. La actual insurrección chiapaneca, sin duda, también tendrá corta vida.
Lo que tiene una larga vida es la situación de pobreza extrema, de injusticia, despojo y violación en la que viven, desde el siglo XVI, los indios que son campesinos y los campesinos que son indios, es decir, la mayoría de la población chiapaneca. "En Chiapas, la revolución no triunfó", declaran en una carta abierta los principales escritores de ese Estado, rico en talento literario y artístico. El movimiento revolucionario iniciado en 19 10, que tan radicalmente transformó las estructuras económicas y sociales de México (aunque mucho menos las estructuras políticas), dejó atrás a Chiapas, el mezzogiorno mexicano donde las prácticas oligárquicas no sólo no le han devuelto la tierra al campesino, sino que se las han arrebatado palmo a palmo, en beneficio de los ganaderos, los terratenientes y los talamontes que explotan Chiapas como una reserva colonial.
¿Y la autoridad política? Ésta es la cuestión. Un Estado que podría ser próspero, con tierras fértiles y abundantes para la mayoría de sus hombres y mujeres, no lo es porque los Gobiernos locales, con la complicidad o, peor aún, la indiferencia de los Gobiernos federales, están coludidos con los poderes de la explotación económica. Cacao, café, trigo, maíz, bosques vírgenes y pastos abundantes: sólo una minoría disfruta de la renta de éstos productos. Y esa minoría, provinciana, sin nombre ni membrete nacional, hace lo qué hace porque el Gobierno local se lo permite. Y cuando alguien protesta, el Gobierno local actúa en nombre de la oligarquía local; reprime, encarcela, viola, mata, para que la situación no cambie.
No puede imaginarse guión más predecible para una explosión social. Lo extraño es que no haya ocurrido antes. Que la situación era conocida lo demuestra el hecho de que el Programa Nacional de Solidaridad, el brainchild del presidente Carlos Salinas, haya volcado recursos considerables sobre el Estado de Chiapas en los últimos años: más de 50 millones de dólares. Chiapas, como ningún otro Estado de México, necesita recursos: el 60% de su población se sigue ocupando en el sector primario, contra el 22% nacional; una tercera parte de sus viviendas carecen de luz y el 40% de agua potable; la tasa de analfabetismo es muy alta y el ingreso per cápita muy bajo.
El propósito de Solidaridad ha sido paliar los efectos sociales de. la medicina neoliberal y, también, fomentar iniciativas locales y sentimientos de dignidad. Sin embargo, la insurrección chiapaneca ha venido a confirmar una sospecha nacional: sin reforma política, la reforma económica es frágil y aun engañosa. Si en Chiapas los recursos de Solidaridad hubiesen corrido parejos a una renovación política, la violencia actual se hubiese, quizás, evitado. Como están las cosas, las buenas intenciones de Solidaridad fueron como agua regada en la playa: la arena se la chupó. Un programa como Solidaridad requiere de un sólido contexto democrático para ser realmente efectivo.
¿Democracia en Chiapas? ¿Y eso con qué se come? Se sirve, diría yo, con confianza en la gente, empezando en las aldeas más pequeñas, donde los habitantes se conocen entre sí y saben elegir a los mejores. Toda democracia empieza por ser local. El sistema, autoritario y centralista encamado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) impide a la gente concreta en sus localidades concretas organizarse políticamente y elegir a los mejores. En cambio, el centro, casi infaliblemente, impone a los peores. Naturalmente: sólo ellos pueden trabajar en mancuerna con la oligarquía chiapaneca. El sistema político y económico mexicano, antidemocrático e injusto, es el corresponsable del estallido chiapaneco.
Ese mismo sistema, si quiere reformarse a sí mismo, devolverle a los mexicanos la seguridad de que su voto individual cuenta e impedir futuros Chiapas, debe proceder a su reforma urgente. No la puede imponer desde arriba. Debe aprender a respetarla desde abajo. Federalismo, límites al presidencialismo, fortalecimiento de los poderes legislativos y, sobre todo, judicial, elecciones no sólo limpias, sino creíbles. Sólo esto impedirá que se repita el drama de Chiapas.
Pero hay algo peor. "Somos dos naciones", dijo en 1845 el gran reformador conservador Benjamín Disraeli de la Inglaterra dividida por las injusticias de la primera revolución industrial. Hoy que el mundo entra a la revolución del siglo XXI, que lo será del conocimiento y de las tecnologías, Chiapas se descubre para mostrarnos las llagas de una situación preindustrial, a veces prehistórica, brutal y miserable. No, no todo México es Chiapas. Con toda su flagrante injusticia tanto horizontal como vertical, México se ha transformado en 60 años de un país agrario, analfabeto, de culturas sumergidas, en una nación moderna, con sentido de su identidad y de su unidad factible, la decimotercera economía del mundo; un país, sin duda, con voluntad de crecimiento y de justicia.
El drama de Chiapas arroja, sin embargo, una larga y ominosa sombra sobre el futuro de México. Las piedras de Chiapas siguen hablando y nos hablan de la posibilidad de un país fracturado entre un norte relativamente moderno, próspero, integrado en la economía mundial, y un sur andrajoso, oprimido, retrasado. No hay balcanización en México; hemos evitado el mal del fin de siglo. Los sucesos de Chiapas reflejan situaciones de pobreza e injusticia comparables en otras regiones del sur de México, sobre todo Guerrero y Oaxaca... Reconocer el drama de Chiapas, permitir que la democracia política se manifieste allí y que el desarrollo social no se pierda en las arenas de la opresión económica ni sea barrido por la marea de la represión política es dar un importante paso para que, un día, México no se divida geográficamente y se divida menos económicamente.
Hay una guerra en Chiapas. Todo el país reprueba el uso de la violencia. En primer lugar, de los guerrilleros. Su desesperación es comprensible; sus métodos no. ¿Había otros? Ellos dicen que no. A nosotros, al Gobierno y a los ciudadanos, nos corresponde demostrarles a los insurrectos que sí. La solución política será tanto más difícil, sin embargo, si el Ejército se excede en su celo, confundiendo a Chiapas con Vietnam y defoliando la selva chiapaneca con bombas de alta potencia. Así se amedrenta a la población, es cierto. Los habitantes de una aldea indígena ven caer los primeros cohetes como sus antepasados vieron entrar a los primeros caballos. Sienten miedo, se rinden, prefieren la tranquilidad, así sea con miseria. Pero aceptar el miedo como norma de la concordia es asegurar nuevos
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