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Tribuna
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Sarajevo, un invierno mas

Sutilizado por el rigor del invierno, el paisaje de Sarajevo se impone, no obstante, al espíritu con la violencia abrupta de un sueño: onírico, neblinoso, irreal, con sus heridas y cicatrices cubiertas de una vasta, piadosa mortaja. Blancura, desolación, nitidez de un sobrecogedor panorama de ruinas, esqueletos de inmuebles, automóviles desguazados, calcinados tranvías, quioscos callejeros fundidos, oquedades, chatarra, residuos patéticos de arrasadora ignición. La nieve, millones y millones de copos de nieve hienden el aire oblicuos, racheados, danzantes, como para disimular con su inocencia la magnitud del crimen. ¿Alfombra de misericordia hacia las víctimas o encubrimiento cómplice del agresor? Todo el largo trayecto de la avenida de los francotiradores arropado de nieve: circulación inexistente, alguna silueta fantasmal y huidiza, las tanquetas -blancas también- de la ONU.Pero sufres una alucinación: la nieve no ha acudido hoy a la cita y la ciudad agoniza -lucha aún- en el sentido etimológico del término: su estertor, boqueadas, espasmos, no acallan el fragor de los obuses ni el zurrido de los disparos. Paulatina extinción: drástica reducción de nacimientos desde el comienzo del asedio, lenta consunción de ancianos y enfermos, decrepitud de edificios, cuerpos y almas. Sólo 300 metros después del Holiday Inn -al amparo de inmuebles acribillados, maltrechos- aparecen lábiles signos de vida. Transeúntes exhaustos que empujan carretillas, supervivientes del gueto en busca de leña o comida, seres errantes como ánimas en pena, un viejo que apunta con dedo acusador a las tanquetas, inmóvil como la estatua del comendador.

La avenida del Mariscal Tito atraviesa el hormigueo del mercado negro -las frágiles sombras de los hambrientos y las figuras crasas, bien pertrechadas de quienes se lucran de su miseria-, conduce en zigzag al casco de la ciudad antigua, al barrio otomano de la Bashcharshía, prolijamente descrito en las guías turísticas impresas hace 10 años. ¡Los Juegos Olímpicos de Invierno del 84! ¡Dios mío! ¿Se acuerda alguien de ellos o fue todo un sueño? ¿Existió alguna vez aquella ciudad cosmopolita, alegre y confiada?

La pesadilla de lo real ha acuñado entretanto vocablos nuevos: urbicidio, memoricidio. Junto al exterminio programado de las poblaciones en aras de la grandiosa purificación étnica, destrucción de monumentos, incendio de bibliotecas. Todo el pasado y simbología cultural de un pueblo abolidos a cañonazo limpio, pasto voraz de las llamas. ¿Vivimos el descenso escalonado de la Comedia a las moradas dantescas de la llamada vía purgativa?

Llegados al centro de la Bashcharshía, objeto de mi visita cotidiana seis meses antes, el espectáculo sobrecoge el ánimo. El verano prestaba una ilusión de vida a las callejas de bazares atrancados y tejas marcadas por impactos de metralla, a las escasas librerías y tiendas abiertas. Hoy, la desolación invernal acentúa la tristeza fúnebre del lugar. El bellísimo alminar de la aljama de Gazi Husnev bey, el bedestán, la medresa, el cara vanserallo, ¿conocerán la misma suerte que las 13 mezquitas de Banja Luka o el puente multicentenario de Mostar? ¿Asistiremos algún día en directo a su cañoneo y allanamiento por los memoricidas para convertirlos, como en las zonas limpias de Bosnia, en aparcamientos asfaltados?

El horror se perpetúa en Sarajevo. Cada día, cuando la luz, esfuminada por la niebla, desvela de nuevo la faz torturada de personas e inmuebles, salvas de obuses, bazucazos, disparos, saludan como una siniestra diana a las víctimas del asedio. La sangrienta cosecha de heridos y muertos llena, sigue llenando las salas del hospital de Kosevo y, a veces, el depósito de cadáveres. ¿Saben los millones de telespectadores, testigos pasivos del espectáculo, que descienden también sin saberlo, peldaño a peldaño, la escala de la aceptación de lo inaceptable, de un gradual, vergonzante embotamiento étnico? Inútil cerrar los ojos a la magnitud del desastre. La Europa de los Doce -¿abrumada, cínica, medrosa?- prefiere culpabilizar a los sitiados, pactar a cualquier precio con la barbarie.

"Antes de la agresión de los fascistas, dicen los sarajevitas, ignorábamos la etnia de nuestros vecinos. En realidad, el hecho carecía de importancia: nadie nos lo preguntaba. Ahora quieren. obligarnos a exhibirla como un estandarte. ¡Somos musulmanes, somos serbios, somos croatas! ¡A proclamarla a gritos para mejor odiar a nuestro prójimo y alzar entre él y nosotros una barrera infranqueable, un' río de sangre! Eso es lo que pretenden los bárbaros que disparan desde arriba. ¡Pero no lograrán separarnos, hacer a la mujer enemiga del marido y a, éste de su mujer, convertir a nuestros hijos, fruto de la odiada comunidad multiétnica, en parias y bastardos!"

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Como el resto de los europeos en nuestras sociedades laicas, los habitantes de la capital bosnia habían evacuado la idea de la muerte de su esfera cotidiana. Concluida la ceremonia de los entierros, los cementerios -islámicos, católicos u ortodoxos- eran espacios- desiertos, visitados únicamente el Día de Difuntos y por las familias musulmanas que despedían el duelo de la Cuarentena. Ahora, la muerte forma parte de sus vidas. ¿Cómo no trasponer a la ciudad las palabras de Larra: "El cementerio está en Sarajevo. Sarajevo es el cementerio. Vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia; cada calle, sepulcro de un acontecimiento; cada corazón, la urna de una esperanza o de un deseo"?

En la disyuntiva de elegir entre la posible extinción biológica o la rendición impuesta por los negociadores comunitarios, los demócratas bosnios han escogido, no obstante, la resistencia hasta el fin. Abandonadas las ilusiones en la intervención militar de la ONU', parecen haberse aguerrido en la desgracia, y sorprenden desde hace unos meses al enemigo con el arrojo de quien no tiene nada que perder. Sus victorias pequeñas, pero reales, han enhestado el ánimo de los combatientes y excluyen su sometimiento al ultimátum de Milosevic y lord Owen. "Si son incapaces de defendernos, nos dicen, déjennos hacerlo a nosotros mismos. El levantamiento del embargo de armas -como las que Roosevelt envió en 1941 a Inglaterra- prolongará tal vez la guerra. Pero impedirá sin duda que reine para siempre en Sarajevo la paz de las tumbas".

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