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La libre elección

Mario Vargas Llosa

La libre elección está en la raíz del pensamiento liberal. Y lo está como manifestación de su individualismo, de su cerrado rechazo del colectivismo, de la defensa que hace, frente a la pretensión ideológica de convertir a lo social en una instancia moral o política superior a la de los hombres y mujeres particulares, del individuo singular y de su soberanía -ese espacio autónomo para decidir los actos y las creencias- contra los abusos que pueda sufrir de parte de otros individuos o del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo identificó, de manera premonitoria, desde el siglo XVIII, como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías del ciudadano."La sociedad no existe" -declaró en 1987 la primera ministra Margaret Thatcher, provocando una sonada polémica en Gran Bretaña- "Existen hombres y mujeres individuales y existen también familias" (Woman's own, Londres, 31 de octubre de 1987). Para algunos radicales liberales -los llamados libertarios en el mundo anglosajón-, ni siquiera la familia es aceptable como entidad inamovible, y es sabido que la institución familiar se halla hoy también cuestionada en diversas instancias del mundo occidental, sobre todo por colectivos feministas y de minorías sexuales. Una enorme pancarta flameaba la primavera pasada frente al Capitolio, en Washington, durante la gran concentración de gays y lesbianas, anunciando -un poco prematuramente, me parece-: "La familia ha muerto". Pero un denominador común sin excepciones para el liberalismo, en toda su maraña de variantes, es considerar al individuo la realidad humana básica, la única irreversible y final, y, por lo tanto, la que debe prevalecer sobre todas las generalizaciones que se empeñan en subsumirla o encarnarla: sociedad, clase, Iglesia, raza, partido, cultura, Estado y nación. (Se podría numerar muchas otras, desde luego).

Ningún liberal en su sano juicio niega que estas abstracciones colectivas existan, pero sí que ellas tengan la estabilidad y la permanencia del individuo concreto, y que puedan representar a éste en su endemoniada complejidad. Cuando digo de mí que soy un peruano (ahora también español), de clase media, escritor hispanohablante, agnóstico y que se cree liberal, he dado bastantes pistas sobre mi persona. Pero no hay uno solo de estos datos que sea esencial ni inmutable, al que yo no pueda renunciar; y, de otra parte, todos ellos son insuficientes para definir la suma vertiginosa de muchas otras cosas que soy al mismo tiempo (varón, serrano, ex fumador, lector cosmopolita, amante dei fútbol y del cine, afrancesado y anglófilo, etcétera). Por eso, como liberal, no admito que ninguna de esas abstracciones gregarias -ni siquiera la que más amo y con la que me identifico más, que es mi vocación de escritor- me expropie de mi yo indivisible, de mi condición de individuo soberano, y me afantasme y borre, que es lo que ocurre con el hombre o la mujer concretos cuando desaparecen detrás de aquellas generalizaciones.

Por esta posición constitutiva, su individualismo, la filosofía liberal ha sido el adversario más consecuente de todas las doctrinas colectivistas de la era moderna y la más odiada por todas ellas. Eso fue cierto no sólo en tiempos de Hitler, Mussolini, Mao y Stalin, que podían discrepar en muchas cosas, pero coincidían en su repulsa frontal de la sociedad abierta y el mercado libre; también lo es ahora, en que vemos, en el mundo occidental, constituirse aquí y allá una heterogénea alianza antiliberal que asocia a la extrema derecha, a la extrema izquierda y a sectores socialdemócratas bajo banderas nacionalistas como la defensa de una noción reaccionaria y colectivista a la vez: la identidad cultural.

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Rechazar el colectivismo significa, desde luego, rechazar el comunismo y el fascismo, las doctrinas totalitarias que constituyeron el mayor peligro que ha debido enfrentar la libertad en este siglo. Esto está claro para todo el mundo. Pero lo está menos incluso para muchos liberales en cuestiones económicas, pero conservadores en lo relativo a lo social, como la propia Margaret Thatcher, que debería significar, también, rechazar esa otra encarnación escurridiza del colectivismo que renace en estos días con nuevos ímpetus y se expande por el mundo como un gas deletéreo, el nacionalismo, ideología que pretende disolver al individuo dentro del concepto de nación, tan hechizo como el de clase o raza. Las naciones existen, desde luego, pero no son esas entidades homogéneas, eternas y fecundantes de las que el individuo sería producto y emblema, como imaginan los nacionalistas. Ellas son construcciones políticas, recientes y tornadizas, erigidas generalmente sobre cementerios, a base de depredaciones y conquistas, cuya unidad resulta de implacables exterminios y sometimientos de pueblos débiles por pueblos fuertes, y de culturas pequeñas y arcaicas por modernas y poderosas.

Es mentiroso confundir el patriotismo con el nacionalismo; aquél, a condición de no ser obligatorio, es un sentimiento solidario y afirmativo de lo propio y lo próximo; éste, una ideología que levanta fronteras, excluye al otro y menosprecia lo ajeno. Se es patriota a favor del prójimo y se es nacionalista contra los demás, pero la línea demarcatoria entre ambos se desvanece con facilidad en tiempos de crisis, en los que este último suele devorar y alimentarse de aquél. Cuando estas fronteras se eclipsan, la violencia termina por irrumpir, tarde o temprano.

Es normal que un individuo quiera al país donde nació, se identifique con el paisaje y con las gentes entre las que creció, aprendió a hablar y a sonar y con las que practicó los ritos de la adolescencia. Pero convertir el accidente geográfico que es el nacimiento en una fatalidad ontológica, valor moral o distinción trascendente que comporta responsabilidades irrenunciables es una aberración dogmática y una servidumbre que recorta la soberanía del individuo, niega una de las más admirables conquistas de la civilización que es la que confirió al ser humano la posibilidad de elegir su propio destino, y, por lo tanto, algo inaceptable desde una perspectiva liberal e írrito a una sociedad libre.

También la cultura, esa suma de lengua, creencias, saberes, códigos y modos de comportamiento que crean comunidades afines, una seña de identidad más profunda y auténtica que la nación a la hora de definir a un hombre o a una mujer, puede convertirse en máscara del nacionalismo, en cepo que aherroja al individuo y se empeña en arrebatarle la libertad. Esto lo estamos comprobando en estos días, en muchos lugares del mundo, donde, en nombre de la defensa de la "identidad" cultural, los integristas del FIS en Argelia, por ejemplo, asesinan a españoles, franceses, griegos y serbios y quieren imponer por la fuerza un modo de ser y de creer único a todos los argelinos, en tanto que los grupos de skin heads neonazis en Alemania matan a los turcos y quieren expulsarlos de su país por razones semejantes a las de aquéllos: preservar intocada e incontaminada la (mítica) integridad espiritual y racial de la sociedad.

En nombre de la defensa de la identidad cultural se justifica a veces la supervivencia de prácticas bárbaras, como los castigos corporales, la castración femenina y la esclavización de la mujer en ciertos países musulmanes de ley coránica, argumentando que aquello debe ser preservado, pues es la mejor defensa de los pueblos del Tercer Mundo contra el colonialismo y el imperialismo occidentales, o se llevan a cabo operaciones de limpieza étnica, como la de serbios y croatas contra bosnios y entre serbios y bosnios, y de bosnios contra croatas y serbios, en la desintegrada Yugoslavia. Antes de iniciar el viraje de su régimen hacia el híbrido perfeccionado por China Popular de capitalismo con despotismo, Fidel Castro justificaba su dictadura antediluviana en. razón del derecho del pueblo cubano de preservar su propia manera de ser, como si "cubanía" y tiranía, además de rimar, fueran sinónimos.

Un liberal no se deja impresionar con esos argumentos inconsistentes, ni cede a lo que, en verdad, es puro chantaje. Religión, nación, cultura, son factores centrales en la vida de un individuo, pero no lo son todo, y a menudo ni siquiera lo más importante comparado con la suma de todo lo que lo constituye, con esa autorrecreación constante y múltiple que es el hombre moderno. Y, acaso, la mejor definición de la modernidad sea decir de ella que lo que la caracteriza es, sobre todo, haber dotado al individuo de las armas necesarias para escapar a las trampas colectivistas de lo social.

En el pasado, el individuo estaba a merced de un puñado de entes gregarios -el clan, el habla y las costumbres heredadas- que lo abrigaban contra los innumerables peligros del mundo natural y de otras sociedades, pero que, al mismo tiempo, lo esclavizaban, pues no tenía cómo renunciar a ellos. La larga marcha de la civilización ha ido emancipando poco a poco al ser humano de esas coordenadas entre las cuales vivía como entre barrotes. El progreso científico, tecnológico y cultural y la internacionalización de la vida han ido dotándolo de los instrumentos necesarios para que creciera su autonomía y su capacidad de decidir por sí mismo, aun en contra de aquello que para el hombre primitivo era cárcel, fatalidad.

Ni la religión, ni la nacionalidad, ni siquiera la cultura, son hoy las alambradas infranqueables dentro de las cuales vivía confinado el hombre primitivo. Hoy son también, por fortuna, en buena parte del mundo, opciones que el individuo puede libremente aceptar o rechazar. Aquello que sir Karl Popper llama "el espíritu de la tribu" -el nacionalismo, el multiculturalismo, los integrismos religiosos, las ideologías totalitarias- ha sufrido serios reveses y, aunque está lejos de haber sido definitivamente derrotado, su retroceso ha puesto en el centro de la historia y de la sociedad a quien la doctrina liberal considera su protagonista: el individuo. Esto ha dado un impulso formidable a esa libertad definida por John Hospers (Libertarianism, Los Ángeles, Nash, 1971) como el derecho de cada cual "a vivir de acuerdo a sus propios gustos, siempre que esto no perjudique a los otros ni les impida vivir también de acuerdo a los suyos".

Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada en Europa y en América Latina, donde un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas -no así en otras partes del mundo, sobre todo en los países islámicos del África y del Medio Oriente donde los fundamentalismos religiosos causan cada día peores estragos-, la crítica del nacionalismo es de una quemante actualidad, pues esta ideología -acaban de mostrarlo las elecciones en Rusia-, atizada por demagogos de todo pelaje y por Gobiernos de distinta valencia, como la más fácil de tender cortinas de humo sobre sus propias ineficiencias y restablecer la unidad nacional ante supuestos peligros venidos del exterior -otras razas, otros credos, otros países-, ha echado raíces en amplios sectores y es un obstáculo formidable para la internacionalización, sin la cual toda sociedad de nuestro tiempo está condenada a perder la batalla de la modernidad.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1993. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El País, SA, 1993.

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