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Las dificultades de la paz

Las serias dificultades que experimentan hoy israelíes y palestinos para aplicar los famosos acuerdos negociados en Oslo y firmados en Washington no pueden sorprender más que a observadores frívolos.Hemos sido testigos de las convulsiones que siguieron a los acuerdos en India, en Corea, en Argelia y, recientemente*, en Suráfrica. En cuanto surgieron las conversaciones entre ingleses e irlandeses, el Gobierno de John Major tropezó con dificultades. Los habitantes de Georgia, de Tayikistán, los osetios del norte y del sur, saben que la emancipación nacional va acompañada de sobresaltos caóticos y sangrientos.

En Oriente Próximo, las fuerzas que se oponen a la paz siguen siendo considerables. En general, cuando una guerra dura mucho tiempo, los protagonistas se instalan en ella, organizan en ella su vida, sus alianzas, su economía. Llegan a crear verdaderas estructuras organizativas y rígidas, y verdaderas actitudes. Al final, todo se piensa en referencia al conflicto. No sólo la industria de la guerra, sino la educación, la pedagogía y hasta la filosofía. En cierto modo puede decirse que se forja un verdadero equilibrio en el interior de la guerra. Eso es lo que Raymond Aron expuso en su libro sobre Clausewitz.

En este sentido puede decirse que Israel y los Estados árabes desde hace tiempo han encontrado en la guerra cierto equilibrio que ha favorecido la unidad de los ciudadanos, la disciplina cívica, el ardor nacionalista y el fervor religioso.

Un israelí no ha vacilado en escribir un libro titulado Israel en peligro de paz, y varios pensadores árabes han observado que el antisionismo había sido la única fuerza aglutinante de Arabia. En un conflicto que se extiende, se expande y se prolonga, los agentes del drama se vuelven, a su pesar, pro videncialistas. Llegan a pensar que el enemigo les ha sido enviado por la providencia. Sin Israel no habría habido Nasser, y sin Nasser no habría habido solidaridad occidental con el Estado hebreo.

Por consiguiente, los enemigos llegan a desearse mutuamente una supervivencia relativa. Hoy puede decirse que los integristas de ambos lados, el movimiento islamista Hamás y los colonos del Likud, tienen objetivos comunes. A la espera de destruirse mutuamente un día, desean su victoria respectiva. El movimiento Hamás desea el regreso del Likud al poder, y la oposición israelí se resigna al hecho de que el terrorismo de unos y la represión de otros están poniendo en peligro los acuerdos.

Desde esta perspectiva se aprecia mejor la audacia que han tenido que tener los negociadores israelíes y palestinos para romper con semejantes tinglados de sistemas económicos, de alianzas estratégicas y de hábitos de pensamiento. Los dos enemigos han contado con el tiempo. Los árabes porque, como me dijo un día el presidente argelino Bumedian: "Tenemos a nuestro favor el número, el espacio y, por consiguiente, el tiempo". Los israelíes porque pensaban que jamás se incurría en un error al especular con la división de los árabes y porque, al haber nacido de un milagro, podían esperar otro milagro para no morir.

¿Por qué, en estas condiciones, los negociadores de Oslo llegaron a un acuerdo? Hablando cínicamente, era, claramente, menos imposible que en Bosnia y al menos tan viable como en Irlanda. Toda la respuesta está en el nuevo libro de Simón Peres, El tiempo de la paz. Algunos responsables israelíes y palestinos han adquirido conciencia de los cambios del mundo desde noviembre de 1989, fecha de la caída del muro de Berlín. Desde la desaparición de la guerra fría, ya no hay alianzas automáticas, nadie puede ya contar con nadie, y los pequeños Estados no pueden esperar crear divisiones entre los grandes e internacionalizar los conflictos.

La visión del mundo ha cambiado por completo. La competición planetaria ya no se desarrolla entre superpotencias militares (cada una con sus aliados), sino entre potencias económicas (cada una con sus mercados). Por otra parte, la lucha de los grandes imperios ha dado paso al enfrentamiento de los nacionalismos. Hay, por consiguiente, una carrera de velocidad entre la constitución de fuerzas económicas regionales y reivindicaciones nacionales dispersas. Los responsables israelíes y palestinos han comprendido que tenían que apostar por un acuerdo económico regional para facilitar un acuerdo político que condujera a la coexistencia de varios Estados: pongámonos de acuerdo sobre el agua y llegaremos a un acuerdo sobre la bandera.

Todo esto estaba bien pensado, pero no tenía en cuenta los enfrentamientos internos de cada bando. Al ceder ante las ideas tecnológicas de Simón Peres, Isaac Rabin no ha pulido lo suficiente sus armas y su estrategia contra el Likud y los colonos judíos instalados en los territorios ocupados. Por su parte, Yasir Arafat no previó tener que enfrentarse tan pronto a una guerra civil y coger las armas contra los suyos. Ahora descubre, y eso es lo más importante, que cuando tenga que coger las armas contra los palestinos de Hamás -que no dejan de ser sus hermanos- deberá apoyarse en algo más que en la promesa incierta de una autonomía parcial para conseguir que su pueblo le acepte.

Es cierto que los Israelíes y los palestinos que han aceptado los acuerdos están ahora en el mismo bando y tienen que luchar juntos contra los islamistas. Están también en el mismo bando que los Gobiernos de Argelia, de Túnez, de Egipto y de otros lugares. Pero todos estos Gobiernos son fuertes y se juegan la supervivencia, mientras que Yasir Arafat sigue siendo débil y no sabe qué le reporta más ventajas, la

victoria de unos o la de los otros.

Todo retraso en la aplicación de los acuerdos fortalece a los islamistas, y eso es lo que observan con inquietud todos los Estados del mundo que se oponen al isla mismo. Dicho de otro modo, Yasir Arafat se ha convertido en el aliado objetivo de Israel, de Argel y de El Cairo. Pero falta darle los medios para que desempeñe el papel deseado.

Dicho esto, los protagonistas de la tragedia de Oriente Próximo olvidan que ya no son lo que han sido durante muchos años: el centro del mundo. Cuando se lee el apasionante diálogo organizado por Eric Rouleau entre un prestigioso israelí y un responsable palestino, se comprende hasta qué punto puede ser dificil la reconciliación. Pero unos y otros deben darse cuenta de que, si hoy se habla de ellos, ya no es porque sufran, que es la cosa más normal del mundo, ya no es porque puedan matarse entre sí, algo espantosamente habitual, sino porque un buen día, contra toda expectativa, rompieron con la fascinación por la muerte que domina nuestra época y firmaron un acuerdo.

Cuando se hicieron públicas las negociaciones de Oslo contuvimos nuestro aliento y no nos atrevimos a soñar. Desde entonces, ni un sólo discurso de los pronunciados en los cinco continentes del planeta deja de ensalzar el ejemplo de estos acuerdos. Dicho de otro modo, sólo la paz o, digamos, el acuerdo sorprenden hoy lo bastante como para interesar. En cuanto a lo demás, a las atrocidades, a la muerte de niños, e incluso a los genocidios, la competencia se ha vuelto demasiado reñida, de Luanda a Sarajevo y de Belfast a Tiflis. Pero quedan demasiados palestinos e israelíes que se comportan como si aún pudieran esperar algo de los demás.

Puede lamentarse o no, pero hay que hacerlo constar: en este fin de siglo, la opinión pública está dispuesta a movilizarse contra la pobreza y la enfermedad, pero no por gente que se hace la guerra, aunque sea en nombre de las mejores causas. La guerra es demasiado trivial como para seguir estando de moda. Y a este siglo, que termina agotado, le gustaría mucho no tener que cansarse más.

es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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