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Madrid turronico

Aseguran los pasteleros de la calle Mayor que en esta capital del pirulí se ha vendido un 10% más de dulces que el año pasado: 1.600 pesetas de gasto por barba en un mes arropado en demasía por mazapanes y enterrado con creces bajo ladrillos de turrón capaces de acallar cualquier desasosiego.

La ciudad está siendo apedreada blandamente con dulces que remedian migrañas y caprichos en la oficina del estómago mientras los pasteleros imaginan exportar unos pocos (felices días del GATT) a los golosos de Berlín y de Roma o de Moscú, dado el aumento de los famélicos del dulce en periodo de moda nada proclive a la glucosa. Pero también allí han duplicado los merengues.

En Moscú, ciudad de los últimos consumidores de la tierra agrupados en la tienda final, la mafia de la crema asaltó esta semana un camión de chocolate, clara contribución a la festividad de unos linces poscoperativistas que levantaron la bolsa y se endulzaron parte del botín. Supongo que los atracadores del cacao, como en otros lugares los ansiosos con nostalgia de la cocina patria, o los mirones de intemperie de buen olfato, llevan mejor el robo, el tipo y la impaciencia, cuando mastican roscas navideñas. Por eso ha subido a un tiempo el consumo de dulces en Madrid, en Roma y en Berlín, capitales en las que hay menos niños dentro de las casas que mayores delante de los escaparates, nuevos devotos del turrón a quienes trae al pairo lo que guarda el futuro (tanto cayó) si el dulce del presente es de nota.

Produce asombro que no haya mejor antídoto para, pasar de año que el polvorón, tersura de canela en la que sublimar angustias y combatir el miedo.

Y si decidimos gastar en Madrid 6.000 millones de pesetas en dulces, un 10% más que ayer, hay que pensar la diferencia: algo ha pinchado en el sistema si es un recurso esta subida de dulzor.

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"Mejor en polvorones que en obuses", dicen los pasteleros, "y lo que venga luego que doña Digestión se lo ventile". Y es que algunos de ellos han enviado polvorones desde Madrid a la asediada Sarajevo, un gusto que habrán de celebrar aquellos ciudadanos en la breve tregua navideña, entre las tortas amasadas con nieve y fuego por el cerco del horror y el pasteleo de Europa. (¿Para qué servirán?). Pero no es cosa, encima, de amargarles el dulce. O el envío.

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