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Un aire sutil

Para ser una capital moderna, desde el punto de vista histórico, Madrid observa a rajatabla viejas tradiciones, costumbres inmutables y características. La de haber sido y seguir siendo una de las capitales más sucias de Europa debe ser una de las más celosamente guardadas. Viajeros de las más distintas procedencias y oficios dejaron constancia a través de los siglos de la infinita y peculiar suciedad de una urbe que no tuvo alcantarillado hasta que el higiénico Carlos III se puso a ello. El hedor de los excrementos y los desperdicios arrojados a la vía pública al grito de "agua va" hirió, por ejemplo, las sensitivas pituitarias de sir Richard Wynn, un baronet galés que vino a Madrid en 1623 formando parte de la comitiva del príncipe de Gales y que dejó constancia de sus quejas y de sus perplejidades por escrito. Perplejo constató la opinión de ciertos doctores madrileños. Los galenos, en defensa de sus acendrados e insalubres hábitos, aseguraron a sir Richard que "el aire de Madrid era tan penetrante y sutil que esa manera de corromperlo con vapores perniciosos lo mantiene en su composición debida". El pueblo de Madrid aventaba sus miasmas y estercolaba las calles con sus detritus con fines terapéuticos a fin de hacer más respirable un aire excesivamente puro, "el aire de Madrid que mata a un hombre y no apaga un candil", un aire que había que "humanizar" porque en estado natural no era apto para el consumo humano. Siglos después, el humorista gallego Fernández Flórez abundaría en la hipótesis retratando a un oficinista madrileño que se asfixió al respirar por primera vez el aire campestre y hubo de ser reanimado por sus compañeros de excursión, que exhalaron el humo de sus puros sobre su exangüe rostro.Beaumarchais, que asistió a los intentos depuradores de Carlos III, se congraciaba, en 1764, porque el rey "había vencido la obstinación de los españoles de vivir entre las basuras" y aseguraba que Madrid era una de las ciudades más limpias que había visto en su vida. No duraría mucho la limpieza; en cuanto los reformadores relajaron su celo, los madrileños se las arreglaron de nuevo para seguir manteniendo la "composición debida" del aire local con sus vertidos. En realidad se trata de una peculiar aplicación de los principios de la medicina homeopática: los madrileños inhalaban, e inhalan, cotidianamente sus dosis de veneno disuelto en el aire para inmunizarse poco a poco contra cualquier posible envenenamiento. Hoy, venenos más sofisticados y menos naturales contaminan el aire de la ciudad, y sus calles se convierten en basureros repletos de desechos no reciclables. Basura desalmada y eterna que desespera a los recolectores de la busca, envases y envoltorios desechables que nunca podremos echar definitivamente de nuestro entorno. En los contenedores y cubos colectivos rebosantes de plástico y en los rincones con vocación de vertedero subsiste una basura más humana que conserva las huellas dé sus anteriores propietarios, enseres y cachivaches desterrados, cómodas, espejos, sillas, muebles desvencijados y obsoletos que revirirán en otras manos e iniciarán un nuevo ciclo.

Antonio González Haba, poeta y escultor, exploró durante años, tenaz y sistemáticamente, las basuras de Madrid y reordenó los fragmentos del caos para crear con tan ínfimos materiales sus enigmáticas obras, collages imposibles incrustados a veces de inmisericordes ojos de muñeca, pupilas yertas y vigilantes que el artista extirpaba con pericia de sus cuencas y que formaban lo que él llamaba su banco de ojos. González Haba sorprendía a amigos con insólitos regalos fruto de sus hallazgos: la hombrera de un traje de luces, una talla mutilada del santo Niño del Remedio, un viejo carné cenetista, una condecoración de la guerra de África o un devocionario de primera comunión de tapas nacaradas, documentos, cartas de amor, recortes de periódicos... El artista había adquirido un olfato característico, una visión de rayos X para detectar sus humildes tesoros con un golpe de vista.

La busca barojiana resurge en tiempos de crisis, una silla coja, una butaca destripada, no duran un minuto en el contenedor, los buscadores aficionados cargan en la noche con los trastos viejos que cambian de domicilio, tras su paso fugaz por el vertedero, de una buhardilla a un apartamento, quizá en la misma calle, a veces en el mismo edificio.

Aseguraba un experto buscador, que acabó dedicándose a la restauración de muebles, que las mejores basuras nunca se dan en los mejores barrios, que los ricos no se desprenden con tanta alegría de sus enseres y prefieren concertar un precio por mínimo que sea con las almonedas. Los mejores hallazgos, afirmaba, se encuentran en los barrios de solera, en Lavapiés, Huertas, Malasaña y Chamberí, por ejemplo. En estos barrios aparecen aún de vez en cuando pisos enteros en medio de la calle, marcos de puertas y ventanas, somieres, colchones, muebles, espejos, los juguetes de los niños y los utensilios de la cocina, como si sus propietarios hubieran sido expulsados violentamente de sus casas con todos sus bártulos a cuestas o como si alguien hubiera querido borrar radicalmente las huellas de un pasado infeliz. El observador siente la tentación de reconstruir el drama a partir de estos patéticos vestigios expuestos a la intemperie. Pero el azar configura también grotescas combinaciones, absurdos y heteróclitos bodegones que reclaman la paleta sombría de Gutiérrez Solana y la glosa estrambótica del genio de Ramón Gómez de la Serna. Naturalezas muertas, flores del mal, guirnaldas de podredumbre que guiñan con falsos espejeos al contraluz de la Luna o de las farolas. Luego, sobre un lecho de inmundicias, la ciudad amanece, sucia de cielo y suelo, la luz del día desvanece todos los fantasmas y destruye todas las evocaciones, el polvo vuelve al polvo, y la basura, desvelada y despojada de sus adornos por los exploradores nocturnos, vuelve a ser sólo basura, irredenta y hedionda basura.

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