La hora de las reformas
EMILIO ONTIVEROSTan decepcionante como limitar la voluntad de reforma al mercado de trabajo, afirma el autor, puede ser confiar sólo a la acción de los Gobiernos la recuperación de las empresas
Es cierto que no hay dos recesiones iguales, pero no lo es menos que los rasgos específicos de la que atraviesan actualmente las economías europeas son suficientemente relevantes para que, más allá de su singularización técnica, condicionen seriamente las posibilidades y características de la recuperación subsiguiente. Será, en efecto, la que suceda a la recesión más intensa que ha vivido Europa desde la década de los treinta, una recuperación más lenta y sin la capacidad de creación de empleo de las precedentes. Hasta bien entrado 1995 no es probable que las economías agrupadas hoy en la Unión Europea (UE) registren tasas de crecimiento superiores al 2% y, en consecuencia, inicien una senda de reducción del desempleo, que se estima puede alcanzar al término de ese año al 11,5% de la población activa.En los orígenes de esos rasgos diferenciales concurren explicaciones que necesariamente han de remitirnos a las políticas practicadas en el pasado, al dominio de las políticas monetarias en la lucha contra la inflación ante el insuficiente rigor con que se han conducido las finanzas públicas. Pero, junto a ello, en los perfiles de la actual recesión se identifican igualmente alteraciones estructurales en el propio sistema económico, en la dinámica competitiva de la economía mundial, frente a las que las economías europeas no han mostrado la capacidad de adaptación requerida. Ante una situación tal, las respuestas han de estar orientadas fundamentalmente a esa adaptación estructural; las actuaciones convencionales de política económica no pueden ir mucho más allá de esa generalizada reducción de los tipos de interés oficiales que está teniendo lugar, tanto más cómoda de instrumentar cuanto menor es la restricción formal impuesta por el mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo tras la ampliación de las bandas de fluctuación decidida el pasado 2 de agosto.
La insuficiente sensibilidad de la inversión a ese descenso en los tipos de interés o la constatación de la paradójica coexistencia de éstos con significativos aumentos de la propensión al ahorro constituye otro de los exponentes diferenciales de esta recesión. Independientemente de las dificultades para que esas reducciones en el precio oficial del dinero sean efectiva y rápidamente transmitidas por el sistema crediticio a los demandantes potenciales de crédito, son las expectativas de éstos las que condicionan en mayor medida las decisiones de consumo e inversión. A la formación de esas expectativas no es ajeno el deterioro de las finanzas públicas en la generalidad de los países. En promedio, los países de la UE presentarán un déficit público del 7% del PIB al término de este año y un endeudamiento que superará el 65% del PIB, sin que sea posible anticipar reducciones significativas en los próximos años, a pesar de la voluntad de la mayoría de los Gobiernos por instrumentar programas de consolidación presupuestaria. Por contra, la magnitud de las obligaciones derivadas de los sistemas públicos de pensiones elevarían sustancialmente esa deuda. En un estudio reciente de la OCDE se estima que el valor actual de esas obligaciones futuras, netas de las correspondientes contribuciones, podría llegar a doblar la deuda convencionalmente reconocida. Ni qué decir tiene que la prolongación de la actual fase recesiva no favorecería precisamente la alteración de esa tendencia; mucho menos, ejercicios expansivos que redujeran aún más los ingresos públicos o aumentaran el gasto. La continuidad en los descensos de los tipos de interés es, por tanto, la única herramienta en manos de los Gobiernos europeos -de sus bancos centrales para ser más precisos- para pro piciar la recuperación de las eco nomías. Con todo, ello no garantizará por sí solo la llegada de la recuperación, y mucho menos que ésta se vea acompañada de la necesaria creación de puestos de trabajo. Adicionalmente a la adaptación por esa vía a las condiciones cíclicas es preciso responder a esas alteraciones estructurales que han tenido lugar en los últimos años en la economía mundial, y esas respuestas no pueden limitarse exclusivamente a los Gobiernos.
Las economías industrializadas experimentan hoy las consecuencias de amplios y genéricos procesos desreguladores abordados durante la pasada década, determinantes de ese elevado grado de integración internacional, de globalización, que hoy define la economía mundial. Las nociones de empresa, de empleo, de mercado o de inversiones estrictamente nacionales pierden progresivamente su relevancia en la adopción de decisiones económicas, y con ellos cualquier acepción de la noción de soberanía o independencia económica. Las estrategias empresariales, los modelos de organización y gestión en que se concretan explotan esa mayor facilidad y abaratamiento en la transmisión de innovaciones tecnológicas, en los costes de comunicación y transporte. Las distintas formas en que esas decisiones se materializan -deslocalización, externalización, etcétera- tienen, entre otras consecuencias, la reducción de la intensidad relativa del factor trabajo en la estructura de costes de las empresas. Es en ese contexto en el que hay que inscribir la creciente incidencia de la competencia de las denominadas economías emergentes, del centro y este de Europa, las latinoamericanas y, por supuesto, las del sureste asiático. Son aquéllas en las que hoy apenas se concentra una tercera parte de la producción mundial, pero en las que se localizarán más del 90% del crecimiento de la oferta mundial de trabajo en los próximos 50 años. Su potencial competitivo ha contribuido a esa alteración en la dirección de los flujos internacionales de capitales ya observable, cuya continuidad hay que asumir como un hecho más de esa nueva dinámica competitiva en las que las economías europeas han de sobrevivir.
La adaptación de las condiciones de funcionamiento del mercado de trabajo son una parte importante de esas reformas estructurales, que es necesario abordar para adecuar las economías europeas a ese nuevo entorno: una precondición para eludir las consecuencias evidentes de esa aceleración de la sustitución de capital por trabajo con que se están configurando algunos procesos productivos o de su definitivo desplazamiento hacia otras áreas geográficas. Admitir, como ha hecho la Comisión Europea, la urgencia de esas reformas no equivale a considerarlas determinantes únicos de esa capacidad de adaptación. El fortalecimiento estructural al que se han de orientar las actuaciones de los Gobiernos exigirá extender la voluntad de reforma a otros mercados y sectores con comportamientos igualmente distantes de la necesaria, y posible, eficiencia, aunque su trascendencia sobre el conjunto de la economía sea menor. En algunos de los países comunitarios, hace apenas un par de años, se formularon propuestas en esa dirección, incorporadas a los planes o programas de convergencia que las estipulaciones del Tratado de Maastricht establecía. En España, esas propuestas contenidas en el capítulo cuarto de aquel programa tuvieron el apoyo mayoritario del Parlamento, pero ello no significó su incorporación efectiva a las tareas del Gobierno.
Tan decepcionante como limitar la voluntad de reforma al mercado de trabajo puede ser confiar exclusivamente a la acción de los Gobiernos nacionales la recuperación y la más vinculante supervivencia de las empresas en ese nuevo entorno. La eficiencia productiva de las economías, su solidez y las posibilidades para garantizar un crecimiento sostenido dependerán, en última instancia, de la capacidad de adaptación de las empresas. La organización y la gestión interna de las empresas, las habilidades de los empresarios, en definitiva, pueden ser hoy un factor más importante en el fortalecimiento estructural de las economías que las limitadas políticas públicas. La escasez de diagnósticos o contrastaciones empíricas relevantes a este respecto no impide albergar la sospecha de que ha de ser éste el otro gran ámbito al que ha llegado la hora de las reformas.
Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM.
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