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El bello sueño del trabajo estable

Una empresa es una unidad de producción de bienes y servicios. Combina, por un lado, factores de producción, esencialmente trabajo y capital. Genera, en su acción, bienes y servicios. ¿Y por qué los produce? Porque alguien los quiere, los demanda, tiene deseo de adquirirlos y capacidad para pagarlos. La empresa no combina los factores de producción a capricho. Éstos son, también, bienes escasos, y la empresa, para usarlos, tiene que pagarlos; el trabajo y el capital tienen un precio.La empresa se crea, y suele tener vocación de permanencia. Quien hace una empresa, quiere normalmente que ésta se perpetúe, al menos, durante su vida y, probablemente, para después de su muerte, por la vía de la sucesión hereditaria. Una empresa es un patrimonio, y la gente quiere que dure. En cuanto que es también una fuente de ganancia, no se trata simplemente de afán acumulador, sino de mantenimiento de un modo de vida. Y no sólo para el empresario, sino para los capitalistas que tienen en ella colocados sus ahorros, y para los trabajadores que en ella prestan sus servicios. Una empresa permanente es fuente de retribución permanente del capital y de ocupación permanente, estable, de los trabajadores que en ella actúan.

Pero la empresa es, esencialmente, una institución inestable, si pensamos en una economía libre. La empresa tiene que abrirse paso y permanecer entre continuas acechanzas que pertenecen a la naturaleza misma del sistema de producción y distribución. Puede ocurrir que los compradores de sus productos pierdan capacidad económica o cambien de gustos, en cuyo caso dejarán de comprar o comprarán menos. Puede ocurrir, sobre todo, que otras empresas que surjan produzcan más barato, o con mejor calidad. En el proceso incansable de innovación, unas empresas son desbancadas por otras, y las que permanecen lo hacen, normalmente, sometiéndose a un proceso incesante de cambio, renovación, utilización de nuevas tecnologías o nuevas técnicas de organización o de comercialización. Ninguna empresa puede dormirse en la prosperidad.

Si lo hace, su sueño será terminal.

No hay que ir muy lejos para comprobarlo. Todos nos relacionamos con empresas comerciales; continuamente surgen nuevos comercios que sustituyen a antiguos que desaparecen. Cualquiera puede recordar la geografía de sus suministradores de años atrás, y podrá comprobar que la actual difiere, y a veces sustancialmente, de la anterior. Cualquiera puede también recordar cuáles eran los componentes de su consumo hace 15 o 20 años y compararlos con los de ahora: nuevos productos, adquiridos en nuevos establecimientos, o en antiguos remozados; nuevos servicios, nuevas vacaciones, nuevos medios de transporte, nuevas ofertas para ocupar nuestro ocio; todo cambia, y a un ritmo muy vivo.

En una economía que, además de libre, se abra a ámbitos territoriales lejanos, la inestabilidad empresarial es mucho mayor. Productos que llegan de países remotos, de los que hace pocos años la mayor parte de la gente desconocía hasta la existencia. La tensión de la vida empresarial es, en libertad económica, la esencia misma de la actividad productiva. ¿Cuántas empresas, ante nuestros ojos, nacen y mueren todos los días? La renovación en el mundo empresarial es creciente, de inusitada rapidez. El sueño de la estabilidad no es más que eso, un sueño. Una economía libre y abierta elimina empresas sin cesar, y crea empresas sin cesar. El maltusianismo de las ineficientes es, si bien se mira, para dar miedo. ¿Es que nada, en el mundo de la producción, permanece estable? La respuesta es que nada permanece estable.

Las empresas tienen, de suyo, menos esperanza de vida al nacer que las personas; más aún: los avances técnicos y cien tíficos han permitido un acre centamiento notorio de la esperanza de vida al nacer. Esos mismos avances técnicos, y la apertura de fronteras económicas, conducen probablemente a una menor esperanza de vida al nacer, cuando se trata de empresas. Y, repito, las que no mueren lo hacen, con frecuencia, a cambio de una renovación tan profunda que su tejido estructural es, de verdad, completamente nuevo. El mundo de las empresas es un mundo de riesgo, pero no ya de ir mejor o peor, sino de morir, de desaparecer.

Lo que no ha sido siempre así; no siempre ha sido tan, digamos, dramático. En economías menos libres y cerradas, la estabilidad es mayor; el máximo de estabilidad se da en una economía con mínimo de libertad, en una economía totalmente socializada. Por hablar sólo de nuestro país, la época de autarquía económica, posterior a la guerra civil, dio el máximo de estabilidad empresarial. Las retribuciones eran bajas, pero los empleos estables; los mercados eran pobres, pero cautivos. La apertura, a partir de 1958, trajo, progresivamente, más riqueza y menos estabilidad en los empleos, en los trabajos. De

suyo, en esa época comenzó la transformación estructural por la que España dejó de ser un país agrícola y millones de españoles abandonaron, no sólo sus fuentes de trabajo tradicionales, sino sus lugares y modos de vida ' e inundaron ciudades y países europeos. Pero la economía española seguía siendo una economía protegida. Menor protección ha ido trayendo más prosperidad general y menos garantías de estabilidad empresarial y laboral individual. En realidad, la economía española ha estado protegida, de un modo u otro, durante siglo y medio; la entrada en la CE supuso una progresiva eliminación de las protecciones; nuestra industria ya no lo está en relación con los demás países de la Unión Europea. Y en estos días, con los acuerdos del GATT, la protección va a disminuir aún más, y, con ello, van a aumentar las posibilidades de crecimiento y expansión.

En una economía libre el riesgo individual, empresarial ' aumenta. Pero también las posibilidades expansivas y de enriquecimiento. Los trabajadores, al fin, han de competir, ellos, a través de las empresas, con traba adores no ya de España o de la Unión Europea, sino del mundo entero.

La lucha por la innovación empresarial, la capacitación personal, la productividad, va a ser creciente. Ése es el sistema que nos hemos dado en Europa. Entre otras cosas, porque el alternativo, que es el aislamiento, resulta peor, notablemente, desde el punto de vista del conjunto.

En estas circunstancias, el ideal de un empleo, una retribución, una pensión, en el mismo lugar, en la misma empresa, a lo largo de una vida, con todo lo que la vinculación a un sitio aporta como calidad de vida y relaciones personales, es una utopía. Una economía libre es una economía de cambio; y el trabajo, en cuanto se integra en empresas que nacen y mueren con profusión, no escapa a esta realidad. El choque mental es, sin embargo, tremendo. Esa mentalidad del derecho, no ya al trabajo, sino al propio puesto de trabajo, como quicio sobre el que giran las relaciones laborales, reforzado por una política de vivienda en propiedad como lugar de residencia permanente, es el resultado de decenas (al menos) de años de presión ideológica apenas discutida. Las le-

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yes, las de vivienda, las laborales y otras, están elaboradas sobre esos principios. Pero no sirven para las nuevas situaciones.

Al fin, hay una dura realidad: el derecho al propio puesto de trabajo es una entelequia cuando la empresa decae. Su reforzamiento excesivo sólo conduce a que la agonía de la empresa sea más larga y su extinción irreversible. Acomodar derechos y obligaciones de empresarios y trabajadores a la nueva realidad económica es una exigencia de la racionalidad y del interés general, del interés de la' mayoría de los ciudadanos.

Porque no se trata de volver, como quieren las críticas fáciles, a las jungla laboral, a la tierra sin ley. Se trata de colocarse en situación de obtener el mayor fruto colectivo (y, por tanto, individual) de la nueva situación de libertad. En libertad estamos menos seguros que antes. Pero tenemos más posibilidades de mejora económica. Desde luego, la libertad (y la libertad económica no es una excepción) trae muchas incomodidades. El choque que produce es, incluso, patético. Pero la alternativa no es cerrar los ojos; la alternativa es la protección. Y la protección no puede garantizar la prosperidad como la libertad. Más bien es una garantía de estancamiento. No es el camino elegido por el pueblo español en sus decisiones políticas. Pero deberíamos saber que, al entrar en la CE y proseguir por la vía de las liberalizaciones; hemos elegido el riesgo. ¿O es que no sabíamos lo que estábamos eligiendo?

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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