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De Kennedy a Clinton

Estados Unidos ha recordado el trigésimo aniversario de la muerte del presidente John Kennedy, asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Al frente de los actos ha estado Bill Clinton, el presidente que más ha explotado la imagen de Kennedy durante su campaña electoral, como el propio Kennedy explotó de forma similar el recuerdo de Roosevelt.Me han invitado a EE UU para dar dos testimonios: en efecto, tuve en dos ocasiones la oportunidad de conversar con John Kennedy, el presidente convertido en mito, y probablemente el último de los presidentes en los que los estadounidenses se veían a la vez como inocentes y poderosos. Tras la retirada del Vietnam y el escándalo del Watergate, EE UU perdió a la vez su inocencia y su poderío.

La primera vez que conocí a John Kennedy fue en un al muerzo ofrecido en mi honor por Gilbert Harrison, director de The New Republic, en el hotel Mayflower de Washington, cuando acepté ser corresponsal europeo para esa influyente revista. Estaba sentado entre Walter Lippmann, el más célebre editorialista de EE UU, y un joven y seductor senador con cuyo nombre no había conseguido quedarme. Admiraba a Lippinann hasta el punto de no interesarme demasiado por los demás, tanto agradecía la oportunidad de poder escucharle. En un momento dado, Gilbert Harrison me pasó una nota que decía: "Interésese por su vecino de la derecha. Pertenece a una de las familias más poderosas del país. Tiene grandes cualidades. Tiene mucho futuro".

Era el senador John Kennedy, a quien yo había descuidado así poco antes de que llegara a la Casa Blanca. Su atractivo era en aquellos tiempos una mezcla de suavidad, firmeza y discreción. Kennedy sabía por Gilbert Harrison que yo tenía que ver con la guerra de Argelia y me preguntó si querría echar un vistazo a un discurso que pensaba pronunciar sobre el tema. Por mucho que me sedujera el personaje, tenía una cierta prevención hacia las intervenciones extranjeras. Pero, a pesar de ello, leí su borrador de discurso. Era auténticamente admirable. Hice que me hablara sobre sus ideas acerca de la situación mundial. Lo mismo que Clinton, aquel seductor conocía perfectamente todos los informes.

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No pude volver a ver a Kennedy hasta un mes antes de su asesinato. Me encontraba en Washington, de camino a La Habana. Yo era amigo íntimo de sus amigos Ben Bradley y Joe Kraft. Bradley, que como director de The Washington Post haría más tarde caer a Nixon, era entonces jefe de la oficina de Newsweek en Washington. Le comentó que yo podría tener informaciones valiosas acerca de Cuba. Kennedy respondió: "Que venga. a la Casa Blanca mañana por la tarde. Mi secretaria fijará la hora".

El jueves 24 de octubre, a las 17.45, entré en el famoso despacho oval del presidente. Se instaló en su sillón oscilante y entró en seguida en el centro de la cuestión, concretamente las tesis del general De Gaulle sobre la responsabilidad de EE UU en la evolución de Fidel Castro hacia posturas marxistas. "Yo, el presidente de los Estados Unidos de América, puedo decirle que apruebo la proclamación de Fidel Castro en Sierra Maestra cuando deseaba la justicia. Pero está claro que el problema ha dejado de ser cubano para hacerse soviético. Declaro que Castro ha traicionado las promesas de Sierra Maestra para convertirse en un agente de la URSS en Latinoamérica. Y digo que por su culpa -deseo de independencia, locura, orgullo o comunismo- el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear en octubre de l962".

Tras un largo análisis de la crisis de los misiles, John Kennedy me dijo que su preocupación principal no era que Castro se hubiera hecho comunista: "Después de todo, nos va muy bien con Tito y con Sekú Turé". Le pregunté cuál era entonces la razón del bloqueo de Cuba: "Parar el expansionismo soviético, y no tanto la subversión comunista". Al darme la mano, el presidente de EE UU me dijo: "Venga a verme cuando vuelva de Cuba. Me interesan las reacciones de Castro a lo que le acabo de decir".Un mes después, el 22 de noviembre, en La Habana, me llamaron por teléfono desde la recepción del hotel para informarme en un tono totalmente natural que el jefe de Gobierno, Fidel Castro, iba a subir a mi habitación. Estuvimos desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Publiqué en otro medio (aquello dio la vuelta al mundo) el interminable y apasionante comentario de Fidel Castro. Resumiendo, el máximo líder declaró que había recibido informaciones de que Kennedy estaba dispuesto a vengarse tras el lamentable fracaso del intento de invasión de la bahía Cochinos. Por eso agradeció la iniciativa de Nikita Jruschov de instalar misiles para disuadir a los estadounidenses de cualquier posible intento.

Después fuimos a Varadero, a la residencia de verano de Fidel Castro. Sobre las 13.30 de aquel 22 de noviembre de 1963 estábamos almorzando en una sala que daba al mar. Fidel seguía hablando. De repente, se oyó sonar un teléfono. Un secretario con aspecto de guerrillero lo descolgó y anunció que el presidente de la República de Cuba, Dorticos, quería hablar urgentemente con el jefe de Gobierno, Fidel cogió el auricular, y le escuché decir: "¿Cómo? ¿Un atentado?". Nos dijo que cababan de disparar sobre Kennedy en Dallas, y retomó la conversación con Dorticos: "¿Herido? ¿Muy gravemente?". Volvió a sentarse y repitió tres veces: "Es! una mala noticia".

Nos levantamos de la mesa para instalarnos junto a una enorme radio. Se produjo el anuncio fatal: había muerto el presidente Kennedy. Fidel se levantó y dijo: "Bueno, se acabó! la misión de paz que traía usted". Comenzó a caminar por la sala de un lado a otro hablando en voz alta, como consigo mismo: "Todo ha cambiado. Kennedy era un enemigo al que se había acostumbrado uno. Es un asunto grave, muy grave".

Tal vez se sepa que un director de cine (Oliver Stone, director de JFK) y un novelista (Norman Mailer) encontraron en mi testimonio -entre otros- razones para pensar que Kennedy fue asesinado porque estaba en vías de negociar una auténtica paz con Fidel Castro. Cuando se me pidió mi opinión sobre esa tesis, no pude decir nada que la apoyara. Es cierto que el fondo de la conversación que Kennedy mantuvo conmigo podría hacer pensar que habría estado dispuesto a, levantar el bloqueo a Cuba y mantener unas relaciones normales con Fidel si el régimen castrista dejara de ser un feudo de la Unión Soviética. Pero ¿cuáles eran las condiciones concretas? ¿Eran aceptables para Castro? Y sobre todo, ¿de veras era Lee Oswald, el asesino de Kennedy, algo más que un loco? Son una serie de cuestiones que siguen sin tener respuesta.

Lo que sí sé a mi regreso de EE UU es que, al contrario que Kennedy, Clinton, a pesar de sus puntos en común con él, no sabe lo que quiere. En la época de Kennedy, Washington quería dominar el mundo. En la época de Clinton, EE UU es incapaz de dominar sus propios problemas.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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