Si le dicen que ayer fue domingo, desconfíe
Ya pronto no habrá lunes y habrá que esperar hasta el martes para escapar del domingo. El domingo se extenderá delante de nosotros como un desierto de 48 horas cuadradas. Y una hora de domingo cuadrado es la más extensa de las horas, pues se mide en telefilmes de plástico, competiciones y partidos intercambiables, y, sobre todo, la inquietante sospecha de que todo el mundo se ha marchado con el propósito de dejamos solos, rodeados de silencio con una radio al fondo.Terminaremos de leer los suplementos de los periódicos, el Retiro nos parecerá pequeño para tanto paseo y las dos comidas con toda la familia -a ver quién es el guapo -que dice que no- acabarán de desarmamos frente a las dos tardes de un solo domingo inacabable. Tiempos sombríos, diría Brecht, que nos obligan a distribuir hasta las maldiciones de la Biblia -el trabajo, el sudor, la frente-, no para redimirnos, sino para enfrentarnos, sin armas, sin aviso, por la espalda, al dragón del tiempo libre: el más cruel de nuestros enemigos. Nadie nos había preparado para esta guerra. (La sorpresa es la única ley imprescindible de la guerra psicológica).
De modo que ahí tenemos a todos los cerebros de esta ciudad -a los cerebros electrónicos, se entiende, pues los demás aún ni huelen la que se nos viene- especulando a ver qué podremos hacer con nosotros mismos cuando el Gobierno decrete la semana de cuatro días para que entre todos podamos, más o menos, terminar la de siete.
Hay uno que, con la pronta soberbia de las máquinas, ya ha propuesto: museos. No los de siempre -el Prado y demás, que para entonces tendrán entradas a 5.000 pesetas y estarán llenos de turistas ricos (turistas de países con semanas de tres días)-, sino nuevos museos que enganchen a la gente con, por ejemplo, el atavismo de la tradición. El primero sería un museo del señorito madrileño, que se podría poner en marcha de inmediato para informar a los empleados de la capital de en qué consiste eso de que tanto les acusan en las nacionalidades y regiones del Estado español. Se exhibirían maniquíes (momias sería mucho) con el pelo engominado, pantalones color burdeos y jersey azul marino sobre los hombros. Su ubicación ideal podría ser una urna en el tee del primer hoyo en el golf de Puerta de Hierro. Claro que tampoco sería un museo para todo el mundo. Tendríamos que volver a lo de siempre: más fútbol.
Quién sabe. Llevados por el tedio, a lo mejor volvemos a leer. Lo que sucede es que, amnésicos por falta de práctica y desnortados por tanto ruido, tanto libro-beso y tanto libro-pufietazo, nos será dificil reconocer a los clásicos e incauta y paletamente nos llevaremos el vídeo 100 trucos para engañar a la soledad en la gran ciudad, en lugar de La muerte de Roger Ackroyd, de Agatha Christie.
Visto que ya pronto no habrá teatros, arrasados por la indiferencia pública y por el alcalde, sería bueno ir pensando en ampliar la nómina de personajes que alimentan los pobres guiones de la prensa rosa y los programas televisivos de más éxito, pues ya hace dos o tres décadas que repiten. Eso, además, daría trabajo a muchos jóvenes; sólo a los más guapos y musculosos, cierto, pero tampoco nos pongamos exigentes.
Ahora caigo en que esa masiva extensión, de la pornografía tendría su aquel. Pues si todo el mundo se deja contagiar por esos ejemplos -los trucos para engañar la soledad, más fútbol, los libros-beso y la prensa rosa-, ¿no se corren graves riesgos demográficos? Quiere decirse que con el tiempo habría más paro. Quizá la solución fuese entonces suprimir el martes. Esforzar el descanso hasta el miércoles y conseguir un domingo de 72 horas cuadradas y desiertas, gigantesco
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