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Tribuna
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Impreasión

Sería, quizá, conveniente exigir una mayor exactitud en el uso de la palabra pública, la que cubre las calles, la que se nos impone sin permiso. No pienso en las vallas publicitarias, a las que sólo cabe pedir silencio. Pienso en los rótulos, esa modesta clase de letreros que cumplen simultáneamente el papel de anunciarse y el más grave de definir la actividad. Hay un ejemplo significativo: los "centros de belleza".Sé de una ciudad irreal donde esa denominación indica la presencia de locales muy diversos. Así, una sala amplia, diáfana, un espacio vacante y en penumbra cuyo rincón izquierdo siempre alberga una experiencia exaltada, algunos días es un acrílico saturado de azules, otros, un hombre anciano, casi ciego, recitando fragmentos de la Odisea. Pero también el rótulo -discreto, pequeño, de un color oscuro sobre el que se destaca, sin molestar, la claridad de las letras- puede advertir de un simple patio escondido, la piedra, las briznas verdes asomando.

En uno de los centros, en su pared del fondo, se expone cada tarde el desfile, distante, cinematográfico, de ciertas hermosas criaturas que son signos, el adolescente, el marinero, la nínfula. Muchos locales están completamente insonorizados y se limitan a revivir para el visitante ese tiempo, lejano, cuando en la ciudad el ruido convivía con la ausencia de ruido.

Muy al contrario, en Madrid, cada vez que leemos "centro de Belleza" -lo ponen con mayúscula- la realidad sólo añade dietas, estiramientos, limpiezas de cutis, rayos UVA... Estos centros se ocupan, en efecto, de mercantilizar el agradable aspecto físico de algunas personas. Pero son imprecisos y, entretanto, detraen una palabra de su significado y la marchitan por el agudo efecto de la asociación inevitable: centro de Belleza, básculas, batas blancas, mascarillas, pinzas plateadas.

Se me dirá que no es mucho lo que perdemos; se me dirá que belleza se ha convertido en una palabra blanda, probablemente cursi, debido a los malos poetas, los moralistas y las academias que, durante siglos, abusaron de ella, malcriándola. Se me dirá que esta última reducción de sentido acaso muestre su decadencia final.

Razón de más, supongo, para preocuparse. Porque las palabras decaen cuando se pierde aquello que designaban. Y belleza -no tenemos, en realidad, otra palabra- designa esa emoción que transitoriamente nos asalta y cuyo impulso, pese a estar hecho con los toscos elementos de nuestra persona, es, durante el breve momento a recordar, mejor que nosotros mismos.

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