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Japón y Europa

Hasta el 12 de diciembre se exhibe en el Museo Martin Gropius de Berlín una exposición dedicada a Japón y Europa entre 1543 y 1929. A través de los más de 750 objetos expuestos, el visitante recibe una información de primera mano sobre las relaciones de estas dos culturas a lo largo de 450 años.Para ordenar tantos y tan amplios materiales se distinguen tres periodos: uno de casi un siglo, que va de 1543, fecha en que navegantes portugueses llegan a Japón, hasta 1639, en que el país asiático se cierra a los contactos con los europeos; un segundo, de enorme aislamiento (con la sola excepción de que se mantiene una factoría comercial que gestionan los holandeses), que dura poco más de dos siglos, hasta 1853, en que se inicia un tercero, cuando el comodoro norteamericano Perry obliga a Japón a abrirse al comercio internacional y que, en la exposición, se extiende hasta 1929.

Los dos primeros periodos han sido los que más me han interesado, tal vez porque he tenido la oportunidad de contemplar objetos -mapas, instrumentos, muebles, pinturas- de los que apenas tenía noticia. La tercera etapa, en la que las relaciones están presentes en todos los ámbitos y, por tanto, los objetos exhibibles serían infinitos, los organizadores han optado por limitarse a la pintura japonesa europeizada y la europea japonizada, tema lo bastante atractivo, a la vez que desconocido, para el gran público que, de por sí, ya hubiera dado una exposición muy digna de visitarse.

Pero no quiero convertirme en crítico apresurado de una exposición que, por mucho que la haya disfrutado, se consagra a un tema sobre el que no puedo ofrecer un juicio competente. La he mencionado únicamente porque, mientras la recorría, me asaltaron un par de ideas que, pese a no ser nada originales, creo que son lo bastante oportunas para invitar al lector a reflexionar sobre ellas.

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Llama la atención, en primer lugar, el que, por mucho que los organizadores se hayan esforzado en mostrar las dos vertientes -el impacto de la cultura europea sobre Japón, así como la recepción de la japonesa en Europa-, resulta patente un enorme desequilibrio entre ambas: los esfuerzos realizados para que no se note aún lo enfatiza más. Mientras que el Japón moderno surge de su europeización -no cabe exagerar la influencia de Europa sobre el Japón contemporáneo-, la japonesa sobre la cultura europea ha sido hasta ahora más bien marginal.

Pues bien, la impresión más generalizada es (que estarían cambiando las tornas: y ello explicaría tanto la idea germinal de una exposición que viene preparándose desde hace más de tres años como la gran afluencia de público. Pudiera ocurrir que en un futuro no muy lejano -cuando un proceso se percibe con tanta nitidez es que hace tiempo que ya ha empezado- las relaciones con Japón y las influencias culturales provinientes de aquel archipiélago pesen en Europa mucho más de lo que hicieron en el pasado.

No hace falta insistir en el alcance que, de confírmarse, tendría un giro semejante: la cultura europea perdería uno de los rasgos -el estar centrada en sí misma- que en nuestra soberbia hemos considerado casi como definitorio. Europa se habría hecho desde un núcleo propio, por círculos concéntricos, que habrían ido abarcando mayores espacios hasta cubrir el planeta. No hay lugar ni cultura que no haya recibido, para bien o para mal, la impronta europea.

Por vez primera tendríamos que habérnoslas con una cultura que, siendo muy distinta de la nuestra, hasta el punto que resulta muy difícil reducirla a una matriz común por haber adoptado los elementos formales de la nuestra, se nos presenta como una alternativa distinta, pero que nos devuelve la misma lógica que habíamos impuesto a los demás: o la dominamos o nos domina. Si con cierta desazón hemos llegado a aceptar la europeización modernizadora de Japón, va a resultar mucho más duro el que nos vayamos haciendo a la idea de una posible japonización de Europa. A nadie le descubro un secreto al revelar que justamente ésta es la cuestión que se debate hoy en las galerías subterráneas de una Europa cada vez menos segura de sí misma.

Entender lo que podría significar la japonización de Europa supone haber adquirido alguna lucidez sobre la especificidad de la europeización de Japón. Porque, en efecto, Europa ha marcado con su huella los cinco continentes, pero, según las culturas con las que se ha topado, muy diferentes han sido los frutos. Una cosa es la europeización de América, de la que nada menos que un Hegel ha podido decir, con evidente exageración, que habría consistido tan sólo en el traslado de la cultura europea a un nuevo espacio geográfico, y otra muy distinta la de África negra, con consecuencias tan terribles que hasta cabe dudar de que pueda reponerse del impacto europeo. La capacidad destructiva de Europa sobre las culturas y el medio ambiente empieza a agobiarnos seriamente al no poder descargar nuestra responsabilidad por más tiempo en la idea de progreso. Otro efecto, no querido, del desplome de esta noción, sin la que queda sin justificación un proceso que creíamos civilizatorio y que, en el fondo, se revela pura barbarie.

Japón constituye la excepción que confirma la regla, al haber culminado con un gran éxito su europeización, ya que lograron asumir la civilización técnico-científica de la modernidad europea conservando su propia cultura tradicional. Maravilla la capacidad de adaptación de que dio prueba Japón desde los primeros contactos con los europeos: en 1613, cinco años después de su invención, encontramos el telescopio en Japón.

En la primera fase, portuguesa y española, protagonizada por los jesuitas, los japoneses copiaron nuestro arte y artesanía, igualando y, hasta me atrevería a decir, mejorando en algunos casos los modelos originales. Valdría la pena comparar el arte colonial de Hispanoamérica con el japonés de influencia hispánica del XVII. La exposición que comentamos presenta a este respecto algunos objetos del máximo interés.

La originalidad de Japón consiste en que, frente a la impotencia de otras culturas para desasirse o controlar la penetración europea, supo y pudo interrumpir a tiempo la occidentalización a través de su evangelización. No sé si como un plus, en todo caso marca una diferencia fundamental: Japón no se dejó evangelizar, es decir, supo asimilar la civilización europea sin perder la propia identidad religiosa y cultural. En cambio, la europeización en América, que empezó sólo medio siglo antes de la llegada de los portugueses a Japón, ha significado la destrucción de las culturas indígenas, y allí donde han sobrevivido semiesclavizadas no han podido conservar una identidad propia, sin por ello haber adquirido plenamente la del conquistador. Los costes de la colonización-evangelización en América, y hasta cierto punto en África, contrastaban con el ulterior desarrollo japonés, que logró mantener su cultura gracias a los siglos de retracción y aislamiento sin por ello romper totalmente los contactos con el mundo occidental.

Justamente de la tensión entre las corrientes europeístas -durante dos siglos, en Japón se siguió con la máxima atención, aunque casi en la clandestinidad, el desarrollo técnicocientífico de Europa- y las tradicionalistas, que al imponerse en un primer momento a la larga hicieron posible su integración, surge la originalidad japonesa. Al adaptar en 1868, el emperador reinante la divisa, meiji, Gobierno ilustrado, Japón logra occidentalizarse todavía a mayor velocidad, sin perder por ello su identidad cultural.

La asimilación de la civilización técnico-científica por una cultura por completo extraña nos llena de estupor y da pábulo a no pocos resquemores. Rusia en 1905 y Estados Unidos en 1941 descubrieron el potencial bélico del Japón moderno. Es la única cultura no europea que ha podido enfrentarse militarmente a dos países de cultura cristiano-occidental. Cuando, como sucede en nuestro tiempo, la expansión dominadora ha dejado de ser militar, la tecnología japonesa y su capacidad de competir en todos los mercados nos han llevado de sorpresa en susto. A nadie quiero invitar al error de extrapolar las actuales tendencias a un futuro indefinido, sino, simplemente, despertar alguna curiosidad por el modelo social y cultural específicamente japonés, que ha sabido acoplarse a la civilización técnico-científica tan a la perfección.

A manera de síntesis, tres temas de meditación. La universalidad de la civilización técnico-científica ha quedado de manifiesto al haber podido ser asimilada por dos culturas tan distintas como son la europea y la japonesa. Segundo, pudiera ser que la japonesa encajara mejor en esta civilización y diera muestras de poseer algunas ventajas comparativas frente a la europea. Tercero, de ser ciertas estas ventajas, habría que contar, incluso, con una japonización de la cultura europea.

Ignacio Sotelo es politólogo.

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