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'Veritatis splendor'

Esplendor de la verdad es un título verdaderamente espléndido. La encíclica va dirigida a los obispos y, a través de ellos, al clero, a los fieles cristianos y a los no cristianos, es decir, a todos los hombres, porque el tema de la libertad y la verdad, que es el centro de la encíclica, es tan profundamente humano que a nadie, absolutamente a nadie, puede ser ajeno. Los comentarios eclesiales sobre este texto han sido, son y serán muchos y muy autorizados. La pretensión de estas líneas no es sumarse a ellos, que son más que suficientes, sino tratar de dar acceso a ese documento extraordinario, desde el punto de vista de un cristiano que vive su cristianismo desde el seno de la Iglesia, pero que, al mismo tiempo, vive la vida y su complejidad desde el del mundo.

Es evidente que, en esa dicotomía libertad-verdad, lo que predomina en los tiempos presentes es una libertad prepotente y, en muchas de sus manifestaciones sociales, incontrolada. Esto que ahora parece casi lo propio y natural no ha sido siempre así. Evitando toda erudición, puede afirmarse que en largos periodos de nuestra civilización occidental, para centrar en ella el problema, ha regido el principio de la autoridad de la verdad sobre la autoridad de la libertad; y hay que reconocer que hubo en esa soberanía de la autoridad notorios excesos. Las desviaciones teológico morales que denuncia la encíclica no son mas que una manifestación del vigente "esplendor" de la libertad. Al margen de ellas, hay que recordar que el principio de "conviene que haya herejes" es muy antiguo, y que el cristianismo ha conocido las herejías desde su misma cuna; pero el periodo de las he rejías es un periodo en el que predomina la ortodoxia de la fe sobre ellas y sobre las religiones acatólicas. Ahora predomina la falta de fe generalizada, la indiferencia religiosa, sobre todo en las clases altas.

La lucha de la Iglesia católica romana por la verdad, contra las herejías y las desviaciones de la ortodoxia, ha sido tan constante, tan fuerte y tan absoluta como lo fue el Imperio Romano contra las pretensiones nacionalistas, y, entre ellas, la más profunda, por ser teológica, la de Israel. Israel fue aniquilada por pretender mantener la autoría de Moisés sobre la de los emprendedores romanos, endiosados. La reacción del imperio fue implacable, como lo fue con todos los nacionalismos del mundo sometido.

Pero eso, implacable, es lo que no fue la fe de Cristo, ni lo es la de la Iglesia. La fe lo que sí tiene que ser es absoluta, tanto que con un poco de ella, tan poco y tan pequeño como un grano de mostaza, pueden moverse las montañas. Esta fe es la que libera al hombre, porque Cristo es la verdad y solamente la verdad de la verdadera libertad. Pero el acceso a la fe no admite coacción de ninguna clase, tiene que ser libre.

Entre la inmensidad de todas las criaturas de la creación, solamente el hombre es libre. Cuando Lenin pregunta: "Libertad, ¿para qué?". Pues para que el hombre sea hombre. Pero ¿por qué Cristo es la verdad? Cuando Pilatos le pregunta: "¿Luego tú eres rey?". Cristo le dice: "Sí, como dices, soy rey; para eso he nacido yo y para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad".

Es la primera vez en la historia que un ser humano -Cristo es plenamente Dios pero también plenamente hombre- dice que un hombre es la verdad. No es él la perfecta racionalidad, no es el poder y la fuerza, como los dioses paganos, prepotentes e inmortales, porque el que habla es un ser mortal que va a ser juzgado por un poder como el romano, bien físico y material, y que va a ser condenado a muerte como un delincuente y ejecutado entre dos delincuentes. Es el verdadero momento de la muerte de Dios.

La fuerza y el sentido de esta encíclica está en la aceptación de la verdad como auténtica fuente de la libertad. El amor a la verdad da al hombre la suprema libertad. San Agustín, un occidental, pero no europeo sino africano, que vive la decadencia y ruina del Imperio Romano, dirá: "Ama y haz lo que quieras", porque en el amor, el deber y el querer se hacen la misma cosa. El amor verdadero es la suprema libertad.

"Las enseñanzas de la Iglesia -dice la encíclica- hacen verdaderamente libres al creyente". Sí, esto es cierto, pero hay que insistir en que el acto de fe tiene que ser libre, porque, o es libre o no es nada. Es un acto íntimo, insobornable; todos los intentos de soborno de la fe han sido vanos, negativos.

Pero a la verdad no se llega ni por la pura racionalidad ni menos contra ella. Lo que se llama la fe, el creer, no es algo irracional; al contrario, en toda actividad intelectual, incluso en sus formas más altas, como las puramente científicas o filosóficas, hay un factor de credibilidad y de fe. Se cree en aquello que no se ve ni se puede ver por los ojos externos ni internos de la cabeza, porque es algo invisible. Pero no se puede vivir sin fe, no solamente en lo divino y en las altas verdades, sino en lo humano, es decir, en las relaciones y en las vivencias de todo ser mortal .

La falta de fe es el drama de los tiempos modernos. Cristo se preguntaba si cuando regresara al fin del mundo encontraría aun fe entre los hombres. El reino de este mundo quiere anular al reino de Dios; acaso el consejo del ángel, el día de la Ascensión, haya sido seguido demasiado fielmente, cuando les pregunta a los apóstoles por qué estaban mirando al cielo. Ya no se mira mucho al cielo. Dante se lamentaba ya de ello con voz profética, diciendo: "No miramos ya sino la tierra, y por ello nos castiga aquél que todo lo sabe". Sobre la verdad de Cristo que Pedro confiesa, el Salvador edifica su Iglesia. Preservar esta verdad, difundirla y defenderla hasta el martirio, el derramamiento de sangre, es la misión de la Iglesia, suavemente, pero si es necesario, contra viento y marea.

Al propio tiempo, la búsqueda de la verdad es la dimensión más humana del hombre. Este equilibrio verdad-libertad es lo que quiere ser la encíclica Esplendor de la verdad, que se podría llamar de la verdad y también de la libertad.

"Dios ha dejado al hombre en manos de su propio albedrío". Él ha de buscar la verdad y seguirla; esa es su responsabilidad y su dignidad. El no es una criatura animal ni un hijo bastardo, sino un hijo de Dios. Tiene una racionalidad maravillosa que le permite encarnar los misterios más intrincados y recónditos de la naturaleza.

Científicamente, el hombre está llegando en la época moderna, y más de nuestro siglo, a niveles en lo físico y en lo biológico que rompen los esquemas más tradicionales y plantean problemas morales hasta ahora inéditos, aunque con un olvido culpable de lo que se llamaba y se llama las humanidades, amortiguándose la fe religiosa y enriqueciéndose -que no es crear riqueza- con la idolatría del dinero.

Antonio Garrigues Díaz-Cañabate es embajador de España.

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