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Tribuna:ESCENAS DEL MADRID CASTIZO
Tribuna
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¿Me concede este baile, señora mía?"

"¿Que no puede bailar conmigo, señor presidente? Entonces, ese joven. No tendrá el valor de rechazarme, ¿verdad?". "Todo lo contrario, es un honor. Quiero decir, permítame: ¿me concede este baile, señora mía?".Y bailamos. Abrimos hueco en el abarrotado salón, la tomo por el talle, me pone una mano en el hombro, izo sobre la punta de un pie y hago virtuosa girada mientras ella gambetea en torno a mi cuerpo serrano, al ritmo del vals. Es preciso lucirse porque hay mucho bailón alrededor, gran competencia.

"¿Vienes mucho por aquí?", pregunta ella con un gracioso mohín. "Realmente, no; es la primera vez. ¿Y usted?". "Todos los jueves. Los martes voy a Sagasta, los jueves aquí". ¿Tiene novio? "¡Huy, novio! Conocidos, algún amigo...". "Pero seguro que rompe usted corazones, con esos ojazos soñado res y esa cara bonita". "Eres muy galante. Y conquistador; seguro que sí". "¡Oh, no, todo lo contrario! Las mujeres no me quieren".

Corren, bullen, cabriolan o acaso adormecen el baile las demás parejas. Varias se acercan a nuestra unidad de destino, sólo por oírnos. Porque éste es un baile serio, de pasos bien medidos, mientras el nuestro es baile hablado, de muchos decires y algún honesto requiebro. Quizá llamemos la atención. Ella querría saber mi edad y porfía en voz alta, mientras yo porfío la suya para mis adentros: ¿70?, ¿75? La edad de las mujeres, qué difícil es de calcular.

En el fondo estoy orgulloso porque me pidió baile, me llamó galanteador, es una de las más jóvenes del lugar. Los otros deben de ser mayores, o tal delatan sus óvalos acartonados. Eso a simple vista, pues en cuanto a marcha, nos ganan. Para ser precisos: me ganan a mí y ya me fatiga ese interminable valseo para piano y violín que interpreta vivaz el quinteto famoso.

[Paseábamos Fuencarral y llegamos a una callecita penumbrosa que se llama San Joaquín. ¿San Joaquín? Ésta es mi calle, exclamé, y doblamos por ella. De lejos venía música. ¿Oyes?, le dije al maestro Anciones, debe de ser una orquesta que está ensayando. Llegamos donde y resultó ser un centro de la tercera edad. Entramos, hablamos con el presidente, se llama don Vicente Martín, un hombre activo y afable, que nos enseñó las dependencias y nos colmaba de atenciones. Por las escaleras, una parejita coqueteaba entre un jubileo de mujeres. Unas bajaban camino del aseo, otras volvían deslumbrantes de coloretes. Arrumbamos al baile y el presidente no creyó oportuno bailar, mas guardaba reserva un servidor, e inició el vals con la emoción propia de un cadete invitado por la hija del general].

Par de vueltas y nuestro acoplamiento alcanza la perfección. "No es que baile mucho", responde a mi curiosidad mi bella pareja, "pero tampoco me quedo comiendo pavo, como ésas". Ésas son más de treinta, sentadas en hilera junto a la pared, y hay donde elegir, desde las sesentonas a las octogenarias; canas, morenas y trigueñas; orondas y enjutas; rozagantes y apergaminadas. Y de pie -asimismo comiendo pavo- los varones, de toda la gama dicha, la mayoría con abrigo y bufanda, faltaría más, con lo que cae fuera. Ambos grupos se cruzan cálidas miradas y también se cruzan entre estos frentes y el cuerpo de baile.

[Muchos celos y enamoramientos, historias mil, sugerían aquellos soslayos y aquellos bailes agarraos. A uno le resultaba imposible rodear la cintura de la bella señora mía (y en caso de conseguirlo habría reclamado para su escudo la leyenda Primus circumdedistime). En realidad no pretendía tanto, ni siquiera un sutil ceñimiento, pues a poco que avanzara el paso, se le venía encima su voluminoso pechugón].

Bailar fino procede en medio de aquella pléyade de danzarines, y pues voy girando el vals a derechas, deshago la mudanza y ahora cursa a izquierdas, lo que complace a mi señora del alma. "Me has engañado". ¿Yo?". "Dijiste que no bailas y eres un bailón". La quiero. Y sacando de ahogo resuello, trenzo virtuoso el perneo, pico lateral dándole contenencia al paso para desplazamos al otro extremo del salón, allí me marco un cargado que es pura filigrana, borneamos vertiginosamente todo un lateral llevándonos por delante los pies de las que están comiendo pavo, y cuando suenan los últimos compases, remato el vals mediante gentil figura, alzando la pierna en airoso batimán. No son los últimos compases, empero. El quinteto hace coda y el vals sigue y sigue... Demasiado para mis pulmones de fumador; y, aquí tropiezo, allá claudico, la señora mía -que tiene el cuerpo de jota- ha de acogerme en su seno y agarrarme fuerte, por razones de seguridad.

Viene, al fin, el chin-pun y me inclino en solemne reverencia. "Ha sido un baile inolvidable, señora, y desearía darle un beso". "¿Qué, oh, uh, ah? De besos, nada; ¿no te digo lo que hay?", responde, y se va muy digna y encocorada. El quinteto ataca de nuevo, algunas parejas aún retozan ajenas al mundo que las rodea, cambian otras, los que antes comían pavo ahora ayunan en amorosa compaña, canta el solista La cumparsita y los bailarines hacen lo que pueden: quien tanguea escobillando el parquet, quien dibuja finolis el paspié, quien se despernanca, quien zangolotea animoso, quien se apuntala en la pareja, pues 70 años bien bailados -a lo mejor son 80- tienen un límite.

Escaleras abajo, un asiduo le pregunta a su colega: "¿Arrimaste cebolleta?". "Eso no lo debo decir: ¡vamos en serio! Hemos quedado para mañana en el baile de los Cuatro Caminos". "¿Y después de haberla encendido la calefacción la dejas sola? Ten cuidado, no te vaya a poner los puntos". Oírlo, el colega vuelve a subir presuroso, por si las moscas, mientras el amigo bordonea cojitranco y carrasposo los peldaños, harto satisfecho de su perversidad.

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