"He soñado que me caiga del salón "
Los vecinos de los pisos reventados por el gas pasan la noche en lo que queda de sus casas
La fachada delantera del número 2 de la calle del Petirrojo (en el distrito de Carabanchel) puede despistar a los curiosos. Impoluta, como si no hubiera pasado nada. Pero si se entra en el bar Casto y se llega al patio interior, el edificio se convierte en una versión de ladrillo y hormigón de la historieta 13, Rue del Percebe, del dibujante Ibáñez.La virulencia de la explosión de gas, provocada por un intento de suicidio de uno de los vecinos el pasado martes, dejó la casa con la intimidad al aire cuando estaban a punto de dar las doce de la mañana. Todos pensaron que se trataba de un atentado en el hospital Militar, situado en la misma calle.
En el segundo piso, la madre de Sergio, el hombre de 28 años que se quiso quitar la vida y que trabaja de repartidor en una cadena de supermercados, cruzaba ayer los brazos en un intento de apretar contra su pecho el dolor y la pena.
En una casa sin puertas y un salón convertido en escombrera , la madre explicaba que su hijo había pasado bien la noche en el hospital.
La onda expansiva arrancó la fachada posterior dejando cuatro pisos sin paredes que cubran sus entrañas. Como una casita de muñecas, se podía ver, y casi tocar, la vida de los vecinos.
En un piso, las toallas del cuarto de baño, de lunares y ordenadas por colores junto al papel de baño rosado, se asomaban al vacío. Igual que el cartel turístico de motivos pirenaicos enmarcado, o el cuarto de invitados del primer piso con sus muebles de color rosa. El edificio, que no tiene ascensor, sufría el trasiego de agentes del seguro enfundados en gabardinas.
Pero no todos los vecinos tenían su casa asegurada. Yolanda, por ejemplo, no disponía de esa precaución. Pero el día del estallido apenas reparaba en los destrozos de su piso, a pesar de que no lo tiene asegurado. "El dinero es igual, ¿cómo estará Sergio?", se preguntaba con los ojos llorosos.
El martes, dos vecinas bajaron por las escaleras minutos antes de la explosión y olieron a gas. Incluso una, la, más previsora, abrió la ventana del descansillo.
Pilar Bendito, viuda y empleada del hogar jubilada, vive en el cuarto piso. Ella se encontraba sentada en su silla de playa, con funda y cojín, disfrutando de la telenovela Belleza y poder y con un ejerriplar de Supertele sobre el regazo. Un vendaval de aire y polvo entró por la ventana, la levantó de la silla y la tiró con rabia sobre el mueble donde tiene la foto de su nieta.
Su manía de tener la ventana abierta hizo que la onda expansiva no se encontrara obstáculos y no rompiera todos los cristales sobre su cuerpo.
"Gente obrera y jubilados"
Veinticuatro horas después del susto, Pilar relata que casi no pudo dormir la noche del martes. "Nada más que veía cascotes y soñaba cómo me caía del salón hacia abajo" cuenta, vestida de negro. "Pensé que era una bomba, y ¿dónde la van a poner?, pues en el hospital Militar. ¡Cómo la van a poner aquí si somos genteobrera y jubilados!", pensó para sí misma.
Pero ni bomba ni hospital. Una acumulación de gas causada adrede y la mano de un joven aficionado a la música que enciende un mechero.
La policía y los bomberos llegaron enseguida alertados por el ruido de la explosión. También lo hicieron tres ambulancias municipales, que llevaron a Sergio al hospital Doce de Octubre, donde lo atendieron. Matilde, una vecina que trabaja en un bar muy próximo al edificio, y que es amiga de la familia, fue quien avisó a los bomberos para que sacaran de la casa a Sergio. Ella lo vio salir en la camilla con la cabeza y las manos y los pies ensangrentados.
El matrimonio de químicos veinteañeros que viven alquilados en el primer piso y que trabajan en una fábrica de curtidos se dolía de la pérdida de todos sus libros y del ordenador con sus disquetes. "Nos hemos pasado toda la noche recogiendo y embalando las cosas para que puedan empezar las obras", explica el padre de la chica, que añade que los cimientos de la casa no han sufrido daños.
Eso les han dicho en el Ayuntamiento. Ahora les queda esperar a que los obreros levanten las paredes que clausuren al ojo ajeno la casita de muñecas de la calle del Petirrojo.
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