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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El camino de Europa

EL CAMINO está trazado y abierto. La cumbre de Bruselas ha dado la señal que había que dar: el Tratado de Maastricht debe ser aplicado entero y enseguida. No hay fatalismos ni procesos irreversibles, pero el futuro de Europa es éste: la integración económica, que debe permitir un día la eliminación de la multiplicidad de monedas, y la integración política, que debe proporcionar al continente los instrumentos para actuar con una sola voz. La alternativa es la desintegración económica y la confrontación nacionalista y aislacionista entre los países.El Consejo Europeo ha cifrado los objetivos del tratado en cuatro ideas simples: prosperidad, ambición exterior, eficacia y democracia.. Ha evitado subrayar todo lo que pudiera separar a los Doce en favor de lo que les une. Y la Unión Europea es precisamente el mínimo común denominador existente entre ellos, incluso si implica excepciones como la exclusión del Reino Unido de la Europa social o reservas como las de británicos y daneses sobre la moneda común. La entrada en vigor del tratado ha quedado empañada por la depresión que sufre la Comunidad, incapaz de resolver la crisis bélica de los Balcanes y de hallar una salida a la recesión y al desempleo. Es difícil en tales circunstancias decir a los ciudadanos que la entrada en vigor del Tratado de la Unión es un acontecimiento histórico. La historia es un magro consuelo para los problemas de cada día, y además no sirve para eludir las respuestas inmediatas.

Se entiende por ello que el presidente de la Comisión, Jacques Delors, batallara por obtener mayores instrumentos financieros para combatir la crisis. Como se comprende, al margen de su viabilidad, el atractivo que puede ofrecer la idea del presidente francés, François Mitterrand, de producir una enorme inyección de inversiones sobre el entero continente a partir de un megaempréstito europeo.

Idénticas reflexiones podrían hacerse respecto a la situación en los Balcanes. La compleja construcción jurídica de la política exterior y de seguridad común servirá para que algún día exista la voz única que Europa nunca ha tenido en la escena internacional. Pero mientras tanto no es posible seguir permitiendo el deslizamiento en la pendiente del horror que es esa situación. Es cierto que no es únicamente Europa la que lo permite, pero la Comunidad no puede escudarse en que es el primer donante internacional en ayuda humanitaria y en que algunos de sus países son los que soportan el peso más doloroso y caro en la fuerza de las Naciones Unidas. Los europeos desean la paz y temen, como augura Mitterrand, que la guerra se extienda en todos los Balcanes e incluso salte a otros países vecinos. Por tanto, la entrada en vigor de Maastricht debería ir acompañada, como mínimo, de dos iniciativas: una para contribuir a combatir el desempleo y dar confianza a los ciudadanos y otra para cambiar el signo de la guerra en los Balcanes. No se ha hecho y, en cambio, los Doce han tenido que eludir cuidadosamente cuestiones menores que podían acrecentar sus divisiones.

El acuerdo en el GATT, el impulso a la ampliación de la unión con la incorporación de Austria, Finlandia, Suecia y Noruega, la pequeña reforma institucional que acomode las instituciones al nuevo número de socios son cuestiones muy importantes que contribuirán a recuperar la confianza. Pero los dirigentes europeos y de cada uno de los Gobiernos tienen una grave responsabilidad en. las dos tragedias europeas que amenazan la cohesión de las sociedades y la paz del entero continente. La próxima reunión del Consejo Europeo, dentro de seis semanas, otra vez en Bruselas, será la ocasión de comprobar si de verdad existe una Unión Europea.

Por otra parte, la cumbre pudo saltar por los aires si Felipe González se hubiera encastillado en la reivindicación de una de las dos sedes, Agencia del Medio Ambiente o Agencia de Medicamentos, de las que el viernes decidieron los jefes de Gobierno y de Estado. La presidencia belga del Consejo, muy astutamente, tendió todas las trampas para situar al presidente español ante la grave responsabilidad de bloquear el reparto de las sedes y, con ello, de ofrecer un mensaje radicalmente contradictorio a los europeos: nos peleamos por las miserias nacionales el mismo día en que ensalzamos la grandeza del europeísmo.

El resultado no es malo. No lo es para los Doce, que cierran sin apenas rasguños un contencioso tan antiguo como la Comunidad misma. No lo es para España, que recibe dos sedes, aunque de menor peso que las reivindicadas, y con ello la posibilidad de hacer un buen reparto entre las ciudades con mayor vocación para albergar este tipo de organismos.

Pero el reparto contiene una pequeña lección política. El Gobierno ha actuado con escasa modestia respecto a su capacidad de negociación y a la fuerza de España, principalmente frente al Reino Unido. Algunos de los portavoces españoles aseguraban, a escasas horas de la cumbre, que todo iba a quedar bloqueado si no se concedía una de las dos sedes exigidas. Los argumentos utilizados entraban en el terreno de lo más peregrino: según algunos curiosos europeístas, España es un país cumplidor con la CE, y el Reino Unido y Dinamarca,, no. Pero se podrían invertir los términos del problema y pensar que los países menos federalistas son mejores negociadores que España, o que las agencias conseguidas por el Gobierno español se aproximan a nuestro nivel de convergencia económica con el resto de los países. La idea de que es mejor negociador el más fanfarrón no siempre se ve confirmada por la experiencia.

Hay, por supuesto, una lección más elemental, de mera táctica negociadora. Al ciudadano común le cuesta mucho calibrar la importancia de las agencias que se distribuían. Han sido los responsables gubernamentales quienes han persuadido a la opinión pública de la extrema importancia de la agencia de Medio Ambiente y de la de Medicamentos. Ahora intentan persuadimos de lo contrario.

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