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Balcones

La mejor atalaya para asomarse dentro de la gente

Francisco Peregil

Los televisores llenos de muslos y los visillos cerrados. Ése es el panorama que ofrecen las casas de la Plaza Mayor cualquier día laborable. Balcones cerrados por dentro y por fuera. La gente pulula alrededor de la estatua de Felipe III, se apalanca en las terrazas -aceitunas rellenas, calamares, vendedoras de flores-, y se pregunta cómo son esos inquilinos, que no asoma ninguno, pero ninguno, ni siquiera para beneficiarse del clima apacible tras los días de lluvia. Los caminantes siempre hacen cábalas sobre los que viven por detrás de los balcones.Y viven ancianos como Ana María, menudos y solitarias en pasillos estrechos. Los ojos de ella hace mucho tiempo que cumplieron 40 años y perdieron el interés por los demás. Entonces, cuando llegó a la plaza y se metió en aquella casa, colocaba flores, se asomaba al alma de la gente desde su atalaya privilegiada en un segundo piso de la plaza y hasta tenía tiempo para criticar a la vecina de allá enfrente que tiende ropa y se carga la fachada, que le deberían echar una multa, habráse visto, siempre cargándose la fachada.

Viven también dependientes, como los propietarios de una tienda de gorras, cansados, aburridos de no saber mirar más que lo que ven. "Hay otras cosas aparte del balcón" asumen sin rubor", "está la tele la lectura, salir por ahí..., el balcón no me dice nada".

A otras vecinas se lo dice todo. Antonia luce sus 59 años cuando sale el sol, y lo toma, con su hija. Su marido, ex joyero, nació ahí, y su suegra vivió toda la vida también de cara al balcón. Conocían a todos los vecinos, pero ella ahora sólo se conforma con tomar el sol.

Paula Sainz, su vecina de abajo, de 54 años, prefiere las noches, las cinco de la madrugada, con el empedrado brillante de lluvia o de rocío, y las farolas encendidas. Se asomó en su día a ver todos los ensayos de Los divinos, y ahora deja todos los cuadros de su casa, los libros, los bomboncitos del salón encima de la mesa, el Abc, para interesarse desde su terraza por aquellos chavales que llevan todo el día alrededor de la estatua de Felipe II, qué harán, que harán, y comprobar que la vecina de enfrente sigue teniendo la luz encendida, como todas las noches, y que los visillos permanecen echados. "Pero antes, cuando yo era una cría, la plaza parecía una zarzuela, con los tranvías, el aguador y mucha gente que hablaba y hablaba". Para ella, un balcón antes valía más que ahora.

La dueña de la tienda de artesanía El Argo disfruta, todos los días, todas las horas, con asomarse a su terraza en Cuchilleros. Habla como una artista sobre las tonalidades del cielo, el azul cobalto con la sonrisa de la media luna al fondo, la plaza vacía, los vecinos franceses siempre balconeando, tumbados en colchonetas o jugando al ajedrez, pero en la terraza, de cara a la calle, como si fueran andaluces.

Ya no es lo que era es una frase que se repite mucho cuando se habla de balcones. Pedro Avilés, de 35 años, sargento de profesión y fotógrafo por definición, disparó su cámara desde 1989 más de 500 veces sobre los balcones de la metrópoli. Y piensa que

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la gente no sabe mirar hacia arriba, ni los de arriba quieren mirar hacia abajo. Se pierde el gusto de hablar y el de mirar. Eso de que se te van a quemar los geranios como no los riegues, que mi niña no me come, mira a ver si se han secado ya los calcetines..., todas esas frases desaparecieron de las fachadas como por arte de magia.

Durante su paseo por las alturas encontró balcones horribles, según Avilés, como aquellos del arquitecto Javier Sáenz de Oiza, en el 47 de Fernando el Católico (reproducidos en estas páginas). "Pero me encantan, porque hay que saber mirar lo horrible también, sacarle provecho, y esos de Oiza son horribles". El arquitecto también tiene algo que decir: "Esa es la primera casa que construí yo en Madrid, allá por los años cuarenta, y me parece magnífica porque los balcones sirven como prolongación de la ventana, que es la verdadera función de un balcón: hacer posible que la gente vea la calle sentada en su casa. Antes de este siglo, la calle era un medio de comunicación por antonomasia, y ahora ha sido sustituida por el teléfono, la tele y la radio. Pero antes la gente salía al balcón para escuchar la radio, que era la calle".

Sáenz de Oiza explica que, al no ser la calle un lugar de comunicación entre los vecinos, la gente tiende a atiborrar los balcones con deshechos: lavadoras averiadas y bicicletas.

Pero en Madrid aún se encuentran balcones cuidados, como aquel donde tres bustos en la fachada parecen cuchichear todo lo que acontece debajo de ellos; balcones de corralas, orientales, y algunos tan delicados que están a punto de caerse arrastrando todo el orgullo de diseño con que fueron construidos.

Para el fotógrafo Pedro Avilés todo ese conjunto de bombonas naranjas, macetas colgantes, perro y ropas ventilando bragas y medias parecen novias, recatadas y asustadizas cuando se visten de visillos.

Avilés, el autor de todas las fotos que se asoman a estas dos páginas, no fue moviendo su dedo índice sin ton ni son. Apretó el disparador en las horas más adecuadas para resaltar los relieves y descubrir las sombras escondidas. Es preciso aguardar a la mejor hora para sacar buen partido a la luz del día, o, mejor, la luz cotidiana, que de tan presente a veces no podemos verla.

Y cuando concluyó su colección de fotos, y ya empezaba los trámites para exponerlas, el autor notó que algo les faltaba. Precisamente, faltaban los espectadores, aquella gente que se asomaba al balcón en otros tiempos. Hoy en día, las calles ya no están pensadas para vivirlas. Las ha ocupado el ruido, que además trepa por las paredes y entra en las alcobas.

Esa gente no estaba ahí, aunque sí se presentaban a colaborar cuando él proponía fotografiar sus balcones, y todos se ofrecían a adornarlos, orgullosos de sus pertenencias. Ahora, Avilés ha pensado un libro con sus fotos; y si se lo financia alguien, pondrá ahí a los madrileños, mirando a la vida de la ciudad, aunque en el fondo tal vez queden postizos en una actitud que no es cotidiana. Y después le llevará el carrete a Pepe Frisuelos (detrás de todo gran fotógrafo hay un gran laborante) para que lo revele.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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