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Tribuna
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Narayama

Son varias las razones por las que podemos odiar a los viejos. La primera de todas es porque nos muestran a las claras lo que nos espera, como única alternativa a lo Peor. Nos ponen delante de la pura verdad, exenta de eufemismos plásticos. Morir o envejecer, en tanto no se muera. Y si en un mundo tradicional llegar a viejo, aunque no fuera un mérito, podía ser considerado al menos un logro, como pretende Jünger, en el mundo moderno es casi una secuela del Estado clínico-terapéutico. Porque, como decía Celine, antes moríamos de nuestros males y ahora morimos de nuestros remedios. Y de los remedios se muere generalmente con mayor lentitud. Además, en un mundo tradicional -cuando hablamos de lo que no existe siempre idealizamos- el anciano era el depositario de una sabiduría ancestral. Pero en un mundo en permanente cambio la experiencia ya no es un valor positivo, sino más bien el conocimiento obsoleto de una técnica superada.En este contexto, tener experiencia es simplemente la forma por excelencia de lo caduco. Además, la experiencia arroja una mirada distante y crítica sobre la novedad. Se afana en mostrar la faceta conocida de lo nuevo, arruinando de este modo el presunto valor ofertado.

Aunque paradójicamente sean a veces los viejos los que con su actitud escandalizada avalen el crédito requerido por el aspecto fraudulento de la novedad, su propia presencia desmiente por completo, sin embargo, la utopía que late en todo mensaje publicitario: el elixir de eterna juventud. La solemne promesa de permanecer eternamente jóvenes si nos mostramos fieles a la consigna convenida por la propaganda comercial. Tal vez sea ésa la razón por la que no podemos perdonar a los ancianos que lleguen a serlo.

Tampoco podía perdonárselo Mari, como supimos por este mismo periódico, y por eso les mandaba castigados al balcón de su residencia clandestina de Fuenlabrada. Acaso con la esperanza de que se los llevaran los buitres, como se. los llevaban en La balada de Narayama. Los buitres, esos ángeles que en la película japonesa ofrecían a los viejos el cobijo de sus alas porque Dios se había olvidado de enviar a tiempo a los suyos, y no había bastante comida para todos. Pero, visto que nosotros no podemos hacerlo, cabe preguntarse al menos si Dios podrá perdonar a los ancianos. Y me aventuro a responder que sí. Porque para eso está. Para perdonar. Es decir, para arrojar sobre nosotros el lado oscuro de ese perdón. La culpa y sus secuelas humanizadoras. El absurdo y la locura. Quizá la redención.

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