Martirio
Hubo un tiempo en que los cristianos desafiaban bravamente a los leones, plantados con las cruces en jarras en el centro de un anfiteatro. Vírgenes hubo que, antes que entregar la preciada prenda -ni siquiera a su marido, ver Santa Cecilia-, capaces eran de permitir que les pusieran la cabeza, los ojos y los senos en una bandeja. Fueron, ellos y ellas, empalados, despellejados, crucificados boca arriba y boca abajo, quemados vivos, desmembrados por dos caballos -el uno corría hacia Constantinopla, el otro hacia Roma-, asados en parrilla, asaeteados. En definitiva, que sufrieron más que una heroína en una copla de Concha Piquer, y por ello fueron declarados justamente mártires de la Iglesia, espejos de virtudes y de renunciación, ejemplos a seguir por los cristianos/as a lo largo de los siglos.Pero no se me ocurre tormento más atroz, suplicio más refinado, sufrimiento más intenso ni dolor de huevos más auténtico que el que, sin lugar a dudas ni prácticamente a nada, tiene que haber padecido el propio que ha consumido tiempo de su vida observando cuidadosamente la televisión y tomando pulcras notas de todos los programas para pasarles, finalmente, a los obispos, el informe sobre la familia en España que la Conferencia Episcopal ha enviado al Vaticano. Ese cura es mi héroe de nuestra época, la representación viviente de que la abnegación es posible, y desde ya pido para él ovación y salida por la puerta grande.
Triste momento el de este país. Entre un funcionario episcopal que le mira las bragas a Leticia Sabater y su compaña y lleva el recuento de pellizcos en traseros y la mente insondable de Valerio Lazarov no hay nada, prácticamente no hay término medio donde escoger.
Para una antología del martirio, el nuestro.
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