Métodos y objetivos
LA BÚSQUEDA y la liberación de una persona secuestrada por los terroristas de ETA siempre ha planteado al Estado disyuntivas legales y morales de difícil resolución. Justamente lo contrario de lo que sucede a quienes planifican y realizan los secuestros: su falta de escrúpulos y ausencia de moral se manifiestan nítidamente en este tipo de acciones y en la lógica inhumana s obre la que han articulado, a lo largo de los años, el entramado de toda una auténtica industria de la extorsión. Pero al Estado de derecho, porque lo es, esas situaciones lo colocan en el límite de sus capacidades y lo emplazan a perseguir toda una serie de objetivos que, si no contradictorios, pueden resultar difícilmente compatibles en la práctica.Una de esas situaciones es la que ahora se vive en relación con el secuestro por ETA del industrial Julio Iglesias Zamora, cuyos 100 días de cautiverio acaban de cumplirse con claro desprecio por parte de sus captores del sentir mayoritario del pueblo vasco en favor de su liberación. El fuerte dispositivo policial desplegado en la búsqueda de los secuestradores ha suscitado una lógica inquietud por la vida del rehén. El presidente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), Xabier Arzalluz, ha dado carácter público a esta inquietud y se ha manifestado a favor de que la presión Policial se suavice. Desde los ámbitos judiciales y policiales responsables de la lucha antiterrorista se ha tildado a esta postura de "irresponsabilidad política" y se ha replicado que el levantamiento del cerco policial podría coadyuvar a un desenlace fatal.
La disparidad parece ser, pues, más una cuestión de métodos que de objetivos. En cuanto a los primeros, la autoridad de las fuerzas de seguridad es indiscutible. Pero también lo es el objetivo seña lado por Xabier Arzalluz al afirmar que es un de ber de la policía lograr que el secuestrado salga sano y salvo. En el contexto del secuestro, de la coacción o la extorsión, los intereses de la víctima (y de sus familiares y allegados) pueden no coincidir momentánemente con los del Estado, pero de ningún modo deben ser contradictorios. Sea cual sea el cúmulo de dilemas, objetivos o prioridades que un secuestro plantea al Estado, ninguna duda existe de que la víctima tiene derecho a toda la pro tección de la ley y a no ser sacrificado en aras de supuestos o reales intereses superiores. Huelga, pues, un debate -y tendría que rechazarse con fuerza si se planteara en tales términos- que colocara la vida del secuestrado en una balanza en la que el, otro de sus platillos fuera ocupado por otros objetivos, aunque sean tan fundamentales como la captura de los secuestradores y la obstrucción del criminal comercio con el que engrasan su máquina de matar. En un Estado asentado en la razón y el derecho, la liberación con vida del secuestrado en modo alguno puede contraponerse a la detención de sus captores y a su puesta a disposición de la justicia, e incluso al indudable derecho que asiste a los poderes públicos de impedir el pago del rescate. Todos ellos son objetivos a cumplir por las fuerzas de seguridad, a pesar del alto grado de preparación y la enorme dedicación que se necesita para poder compaginarlos en la arriesgada y siempre impredecible batalla contra el terrorismo.
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