Navegar la noche
Cuando le regalaron a Juan el coche, llamó a la novia: vamos a escuchar la Novena de Beethoven bordeando el parque del Oeste, de noche, por Princesa y la Puerta de Alcalá; los coros explotarán al pasar por el Palacio de Oriente. Si llueve, traeremos a Pavarotti, y al inundarse de ruedas las calles montaremos una juerga de cumbias.Las demás parejas les copiamos. Tenía su encanto conducir de noche, la ciudad se volvía cómplice, los semáforos sinceros si Serrat cantaba al lado de ellos, y la M-30 alcanzaba la sensualidad de un callejón veneciano cuando la insultábamos a 40 kilómetros por hora, recreándonos en cada estrella.
A los pocos meses se hizo pesado. Algunos comenzaban a escuchar hasta a José María García y desistimos. Pero Juan y ella se casaron, engendraron dos hijos imbéciles que se repartían todos los sobresalientes de Telecomunicaciones, le echaron el ojo a un chalé de El Escorial, aprendieron a esquiar, broncearon arrugas, calvas y canas, y no renunciaron jamás a navegar la noche. Ni siquiera recurrieron a la radio. ¿Escucháis todavía la Novena o la habéis cambiado por la Macarena de Los del Río? Cuando les torturábamos con esos chistes guiñaban como diciéndose: ni se te ocurra contarlo.
Sufrieron un accidente este verano y él ingresó inconsciente en el quirófano. Durante la convalescencia ella confesó: a los pocos meses de enseñarle Madrid a Pavarotti comprendieron que el matrimonio debía consistir en algo demasiado parecido a esos paseos. Tan dificil resultaría conocer nuevas sensaciones en la ciudad como descubrir virtudes en el otro entre la rutina de las letras, la tele y los huevos fritos. Así que se propusieron buscar prodigios todas las semanas desde detrás del parabrisas, sin salir de Madrid. Dieron testimonio de amaneceres en la plaza de la Paja sólo reservados a crápulas y basureros, lunas atomatadas columpiándose en pozos de Entrevías, policías que citaban a Rimbaud mientras arreglaban un pinchazo, casas de fachadas marrones y suaves como mejillas. En tanto que lograran estremecerse ante todo aquello, el paisaje de su matrimonio depararía insospechados rincones.
Al cabo de 94 noches de coma, en el instante en que Juan volvió en sí, las otras parejas andábamos hurgando, como en los viejos tiempos, por los callejones de la M-30 en busca de lechugas, ilusiones perdidas y limonares. Juan se reclinó en la cama, pidió una radio y escuchó por primera vez a José María García.
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