La música que trajo Cortázar
El culto al jazz llegó a Madrid desde París en los años sesenta
El jazz llegó a Madrid desde. París, como el croissan. Radio y discográricas se habían ocupado poco de él hasta los años sesenta. Llegó desde París, como el existencialismo, y algunos entendieron que era preferible quedarse con la música que con la letra. Eran otros tiempos, otro Madrid, y aunque algunos pretenden contraponer el placer a la nostalgia, esta crónica se ocupa de una música que es un placer y, sobre todo, una nostalgia. Porque la verdadera nostalgia no viene nunca de lo que perdimos, sino de lo que nunca tuvimos. Jazz, por ejemplo.Cuando en aquel Madrid con grises, pleno empleo, discotecas llenas de chachas y bares repletos de progres de café con leche y cigarrillos Tres Carabelas, el jazz era, además de música, una presunción de Gauloises y libération. No se sabía muy bien qué era eso de la libération, pero algo, la música, venía a decir que había que alcanzarla, como el amor, y que una vez hecho cambiaría el mundo. Claro que el mundo no cambiaba, pero sí comenzó una estética laica y elitista que mezclaba con la mayor naturalidad del mundo las tesis de Mao con Body and sould, de Art Tatum, y el cine de arte y ensayo.
Desde París, Julio Cortázar empujaba, Pirineos abajo, nombres de jazzmen que vivían como sujetos a un pararrayos en plena tormenta". Llegaron hasta Madrid en plena forma para anidar entre los setos de la Ciudad Universitaria, la barba entonces hirsuta de Adolfo Marsillach, el corazón de Bady Blass y las neuronas eléctricas de Lou Benet que se estrellaban contra el pedal del órgano entre las sombras del Whisky Jazz, en tiempos Bourbon Street.
En las inmediaciones de Whisky Jazz, en el barrio de Salamanca, se producían detenciones a las once de la noche. La cosa, sin mayor importancia, se representaba más o menos así: la pareja bajaba por Diego de León, una colgada de la trenca del otro y el otro colgado de las botas de caña y el short. A ver, documentación. La noche acababa en la comisaría de Retiro rodeados de putas, sirleros y ancianos de Palencia perdidos en la selva desarrollista de Madrid. No pasaba más, e incluso daba tiempo para leer aquella novelita de Robert-Grillett que dormía en el bolsillo desmadrado de la trenca en compañía del paquete de Rex y un barullo de billetes de metro capicúas. Aquella noche se acababa el jazz, el whisky, y, por tanto, la racioncita de libération. Pero no pasaba nada.
En La Elipa, barrio ventero de pedigrí emigrante e ínfulas bronxianas -entonces separado de Madrid por una llaga que se hacía llamar avenida de la Paz y después M-30- no había club de jazz, aunque sí un bar (La Zamorana, vinos y licores) en el que no paraba de sonar flamenco, en especial Manolo Caracol, Mairena, y la cosa acanallada de Pepe Pinto. No había club de jazz, aunque sí un grupo de rock llamado Los Botines y una banda, los Ojos Negros, que se dedicaba a alegrar las tardes de los sábados, a base de bofetadas al personal discotequero de su zona. Con esto el jazz, dejando a un lado los parroquiales disco-fórum, era una cosa ilustrada y de clase media.
El Balboa Jazz, un club donde Bady Blass tocó como un maestro a lo largo de años durante la decadencia del Whisky Kazz Club, costaba una pasta, y en él fue donde transcurrió la transición de esta música atávica que hoy podemos encontrar colgada de los quioscos de prensa y en los baratillos de los grandes almacenes. Algunos piensan que el cambio fue debido a razones políticas y económicas, puede ser, pero la culpa también fue del estructuralismo, que lió unas mentes ya de por sí liadas.
En vivo o en conserva
Hoy el jazz en Madrid es, con perdón, un lujo. No sólo porque cuelgue de los quioscos como muslo de Naomi Campbell o porque vengan a tocar las grandes bandas y solistas, sino porque el recorrido nocturno por los múltiples bares y clubes que lo ofrecen en vivo o en conserva puede ser, además de extenso, medicina para el cuerpo. Resucitado el Whisky Jazz Club sin añoranzas, el jazz se dispersa en numerosos cafés con programaciones sorprendentes como las ofrecidas por el Central, Clamores o Berlín. El diseño y la higiene le ha sentado bien a esta música nacida en la pobreza.
Café Berlín (Jarometrezo, 4), abierto hasta las 3.00. El Despertar (Torrecilla de Leal, 18), 2.30. Whisky Jazz Club (Diego de León, 7), 3.30. Clamores (Alburquerque, 14), 4.00 El Popular (Huertas, 22), 3.30.
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