El faro
Hay ciudades tan perfectas en sí, tan logradas en sí y tan absolutas en sí, por decirlo breve mente y en una palabra, que muy bien podemos imaginarlas existiendo en sí mismas, sin necesidad y al margen de sus ha bitantes. Son ciudades que, en la cima de su plenitud histórica, alcanzaron una identidad ex presiva y fisionómica tan completa que ahora resultan reconocibles incluso para aquellos que jamás las han visitado. París, Roma, Nueva York, per manecen suspendidas por encima de la línea de flotación de su existencia temporal. Son como esas obras maestras que todo el mundo conoce, aunque no se hayan leído. Pero existe también otra literatura, que guarda celosamente sus secretos en el interior de las páginas escritas. Y así hay ciudades, como Madrid, cuyo desarrollo narrativo surge por emanación de sus ha bitantes. Este modelo de ciudades se pone en pie cada día al ritmo diario de sus quehaceres cotidianos. Madrid ha podido escapar a la presunción ilusoria de una condición inmortal. Sus habitantes han renunciado al prestigio póstumo de un reconocimiento histórico, de una gloria pasada, más allá del alcance de sus propias vidas. En este sentido, Madrid carece de partes duras, susceptibles de impregnar sus huellas fósiles en el curso del tiempo. Como un cuerpo desprovisto de esqueleto, ha sido incapaz de segregar alguna forma urbana de excrecencia artística que le diera la posibilidad de sobrevivir a su propia desaparición. Por eso, tal vez, la vida en Madrid resulta tan ligera, y cuando se llega a esta ciudad encontramos en ella la cordialidad familiar que impregna todo lo perecedero. Más cerca de la vida que del sueño, forma parte de esos seres que se hacen antes visibles en el ruido que en la imagen, recortando en nuestros radares sensoriales la turbia visión de sus perfiles sonoros. Es entonces cuando Madrid se me aparece como una caracola vacía habitada por el fantasma rumoroso de un mar desaparecido. Es la nostalgia del agua que late oculta en todo lo que permanece vivo. Es el anhelo del límite que sueña sin descanso todo lo que busca reposo. Los topes. La barra de un bar. La orilla del río. La sombra del pecado. Una línea que ponga límite al camino. Un tope que ponga freno a la marcha. Tal vez por eso han alzado un faro en esta ciudad de tierra adentro, para que Madrid, en dique seco, como un navío amarrado, no se vaya a la deriva contra los acantilados de la noche. Y reclama y busca, desde el faro, una mar que no le concedió nunca el privilegio de sus olas. Porque no hay navío que no guarde en el casco la esperanza de la navegación. Porque no hay navío que no sueñe en secreto el prestigio tenebroso del naufragio.
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