Policías
No les conocemos. No sabemos quiénes son, qué hacen o a qué aspiran. Les pasamos un sueldo miserable para que se las apañen con la chusma y mantenemos con ellos el mínimo contacto posible. Sólo nos acordamos de que existen cuando uno de ellos se zumba y empieza a pegar tiros en una discoteca o cuando un terrorista se cae por una ventana y hay quien piensa que tal vez alguien le ha ayudado a matarse. Tenemos amigos abogados, árquitectos o escritores, pero no conocemos a ningún poli. Lo único que sabemos de ellos es lo que nos cuentan los libros y las películas. O sea, que tendemos a considerarlos más como personajes que como personas.A veces algún novelista se toma la molestia de huir de los estereotipos y consigue que veamos a los defensores de la ley y el orden como seres humanos. Richard Price lo ha conseguido en su último libro, Clockers. Estuve cenando con él la otra noche, durante su periplo promocional por Barcelona, y me contó bastantes cosas acerca de los meses que estuvo tomando copas con policías del departamento de narcóticos de Jersey City. Me habló de la pesadilla cotidiana en que consistían sus vidas, de lo locos que podían ponerse a las dos de la madrugada pasados de whisky, de la escasa lógica que le veían a su profesión y de cómo se sentían más cercanos al chorizo que detenían que a la sociedad que les pagaba su sueldo. Rocco Klein, el protagonista de Clockers, se redimía ayudando a un camello adolescente a salir del horror. Pero sus modelos del mundo real seguirán durante años patrullando las calles para acabar a medianoche en un bar o dormitando en la comisaría.
Nos pasamos la vida hablando de las minorías. Queremos que las cosas mejoren para las mujeres, los negros y los homosexuales. Pero de la minoría que barre las calles no queremos saber nada.
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