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Así no se puede o seguir

Las relaciones entre un partido político y su Gobierno en una democracia parlamentaria no han sido nunca fáciles. No pueden serlo. Y no por motivos más o menos coyunturales, sino por razones de fondo insoslayables, que arrancan de la propia naturaleza de ambas instituciones.En efecto, un partido es por definición una organización portadora de un principio general de gobierno a partir de la representación de determinados intereses sociales. En una sociedad democrática ningún partido puede representar al conjunto de la sociedad, sino únicamente a una parte de la misma, que, por lo general, en los países democráticos europeos no suele pasar, en el mejor de los casos, de poco más del 40% de los votantes -no del censo electoral- Sin embargo, el partido tiene que tener una política general para el conjunto del país y no sólo para el sector de la sociedad al que inmediatamente representa y gracias a cuyos votos ha conseguido llegar al Gobierno.

Justamente por eso, apenas un partido gana unas elecciones y consigue formar Gobierno, la tensión se instala entre los dos términos de la ecuación. Dejando aparte los condicionamientos que la realidad impone a todo Gobierno, que inevitablemente son mayores que los que se prevén en un programa electoral, y dejando aparte el problema del encaje de las diversas ambiciones personales legítimas, ya en la propia naturaleza de las cosas está la raíz de la tensión entre el partido y su Gobierno, que, insisto, es inobviable.

Por muy sensible que sea un Gobierno a los intereses del sector de la sociedad que le ha llevado al poder, es inevitable que su perspectiva sea distinta desde el momento en que es el Gobierno de la nación y tiene que hacer valer el interés general. Por muy responsable que sea el partido y por mucho que entienda cuáles son los intereses nacionales a los que responde la acción de Gobierno, es inevitable también que su perspectiva sea distinta y que tienda a resaltar los intereses del sector de la sociedad al que el partido no sólo representa, sino al que debe, en último extremo, su propia supervivencia.

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De ahí la tensión, que, como digo, es insoslayable y que es, además, sana. Cuando no se da, nos encontramos ante uno de los dos siguientes fenómenos patológicos. O un Gobierno sectario, esto es, enfeudado al partido, que confunde de manera inmediata y directa los intereses de un"sector de la sociedad con los intereses generales del país. O un partido gubernamentalizado, patrimonializado por el Gobierno, el cual, a través de los mecanismos clientelares propios del Estado social moderno, consigue absorber la mayor parte de los cuadros del partido, con el consiguiente alejamiento del mismo de la base social que lo llevó al poder.Entre estos dos extremos patológicos existen múltiples formas saludables de expresión de la tensión entre el partido y su Gobierno, que constituye un elemento esencial de la política democrática. Sin ella el Gobierno pierde el contacto con la realidad y el partido dimite de su función de expresar determinados intereses. En ambos casos, la política adquiere unos tintes de elitismo ilustrado, que no es sino el anticipo de una desvinculación de la base social que condujo al partido a formar Gobierno y de la consiguiente pérdida de poder.

Por razones históricas perfectamente explicables, en los años ochenta el modelo de relación entre el partido socialista y su Gobierno se aproximó peligrosamente a la segunda patología a la que acabo de referirme. El PSOE de los ochenta ha sido básicamente un partido gubernamentalizado, en el que a pesar de la reconversión industrial, de la crisis de la banca, el viraje de la OTAN, la contratación temporal, el enfrentamiento con los sindicatos, el aborto y un largo etcétera no se ha producido, no ya la más mínima crítica a la acción gubernamental, sino que ni siquiera se ha atrevido el partido a sugerir qué líneas de actuación consideraba prioritarias para la acción de gobierno. El PSOE de los ochenta ha sido un partido de ocupación del poder, férreamente dominado por el tándem presidente-secretario general-vicepresidente-vicesecretario general, sin que haya existido la más mínima tensión, que no fuera anecdótica -no lo digo en términos peyorativos personales, sino de relevancia para la organización- entre el partido y el Gobierno.

Este modelo, sin duda, es el que ha saltado por los aires a lo largo de la pasada legislatura por, razones sobradamente conocidas sobre las que no es preciso volver. Y esto es algo que debe ser valorado positivamente. Aunque para muchos militantes y dirigentes la ruptura de dicho modelo de relaciones entre el partido y el Gobierno esté resultando traumática y puedan sentir una cierta añoranza por el pasado, tanto para el partido como para el sistema político español el fin de este modelo es positivo. Lo que pudo tener alguna justificación en la infancia de nuestro sistema democrático, ha dejado de tenerla en cuanto se ha superado esa fase.

Lo que ocurre es que se ha producido la ruptura de ese modelo de relaciones entre el partido y el Gobierno sin que se haya producido su sustitución por otro distinto. La virtual ruptura entre el Gobierno y el partido, que se consumó en la Semana Santa pasada y que condujo a la convocatoria de elecciones, el desarrollo presidencialista de la campaña electoral, el enfrentamiento ulterior del presidente con la ejecutiva en la designación del portavoz parlamentario y la marginación de ésta en la formación del Gobierno han suprimido de facto uno de los dos elementos de la ecuación. Hay Gobierno, pero no el Gobierno de un partido político. El Gobierno, como si dijéramos, vapor libre.

Desde el 64 no hay política socialista. Hay un Gobierno que está haciendo política, que la diseña, la formula y la ejecuta al margen del partido, el cual no está teniendo la más mínima presencia en la vida política. El reciente rifirrafe sobre el 15% creo que ha sido un buen ejemplo.

Y así no se puede seguir. Y no se puede seguir porque el problema central al que ha de dar respuesta el socialismo español en estos momentos no puede ser resuelto por el Gobierno, sino que únicamente puede serlo por el partido.

El socialismo, el centro-izquierda español, se encuentra hoy en una encrucijada similar, aunque en condiciones distintas, a la que se encontró el centro-derecha, la UCD, a finales de los setenta. Se tiene que enfrentar con el Estado de las Autonomías. Y de la misma manera que el error de la UCD, al pretender dar una respuesta a dicho problema, condujo a su descomposición y a la pérdida del poder, así también le ocurrirá al PSOE, si no es capaz de enfrentarse con el mismo de manera acertada.

Las condiciones, ciertamente, son distintas. A finales de los setenta se trataba de definir la estructura del Estado, era un problema de anatomía. En estos momentos, la estructura del Estado está definida y se trata más bien de cómo está funcionando, de un problema de fisiología. Pero en términos políticos el resultado puede ser el mismo, si no se acierta. No es probable que el PSOE llegue a desaparecer, como la UCD, pero el Centro-izquierda español puede quedar tan tocado como quedó el centro-derecha y tardar tanto tiempo como éste en recuperarse.

Aunque ahora mismo la crisis económica, el pacto social, la reforma del mercado laboral, las pensiones, etcétera, pueden parecer cuestiones más decisivas para el presente y el futuro político del socialismo español, no creo que vaya a ser así. Estos son problemas muy importan-

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Así no se puede seguir

Viene de la página anteriortes, pero donde el PSOE se la va a jugar es en la decisión que adopte acerca del desarrollo del Estado de las Autonomías.

Recuérdese que no fue la inflación de más del 20%, ni la crisis económica, sino la decisión de diciembre del 1979 de hacer una lectura en clave nacionalista del título VIII de la Constitución la que condujo a la desaparición de la UCID. Exactamente igual puede ocurrirle al PSOE, aunque el contexto sea completamente distinto.

Si tiene algún sentido, desde una perspectiva histórica, el que el PSOE se mantenga en el poder es porque es el único partido que puede articular una solución definitiva al problema de la distribución territorial del poder. Si no fuera por esto, un cuarto mandato socialista no tendría mucha justificación y posiblemente no se habría producido. No por casualidad la victoria del PSOE se ha fraguado en Cataluña y Andalucía.

El PSOE es el único partido que por su implantación territorial homogénea y por su trayectoria histórica está en condiciones de dirigir la complicadísima operación de integrar al nacionalismo vasco y catalán en el sistema político español. No creo que a nadie, y menos que a nadie a CiU y PNV, le pueda caber la más mínima duda, después de haber visto la reacción estas últimas semanas del PP y de los medios de comunicación de la derecha española.

Pero tiene que dirigirla ya. 0 el PSOE consensua internamente un proyecto de desarrollo del Estado de las Autonomías (que es mucho más que el 15%) y lo pacta con posterioridad con el nacionalismo vasco y catalán de forma aceptable para todos, o será desalojado del poder en un plazo breve. El tiempo de que dispone es reducido.

Esto es algo que no puede hacerlo el Gobierno, sino que únicamente puede hacerlo el partido. Y mientras no lo haga no sólo estará bloqueado el desarrollo del Estado de las Autonomías, sino que el Gobierno carecerá de credibilidad para cerrar ningún compromiso estable con los nacionalistas vascos y catalanes.

Por eso, por muchas que sean las urgencias de la acción del Gobierno, no hay nada más urgente que cerrar el paréntesis que se abrió la primavera pasada y definir la política socialista para esta década. Hasta que no haga esto, el Gobierno no va a poder ir más allá del día a día, y se encontrará, en consecuencia, en una posición de debilidad. Por eso el PP, inmediatamente después de unas elecciones, está montando la campaña de desestabilización del Gobierno a la que estamos asistiendo. Así no se puede seguir.

es catedrático de Derecho Constitucional de la universidad de Sevilla.

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