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Diñarla

Esta columna no es de recibo. Bueno, quizá no lo haya sido otras veces, pero hoy con mayor motivo, pues habla, ¡ay!, de la muerte (y el que avisa no es traidor). He aquí la palabra tabú, que muchas personas no pueden oír sin echarse a temblar. Y entonces van y tocan madera con el dedo índice y el meñique, por lo que pudiera ocurrir: diñarla es algo que a nadie complace, menos si pro voca el deceso un gafe. Algunos prefieren obrar el conjuro tocando con el dedo índice y el meñique la frente del vecino, que les merece más garantías. En la madera hay mucho, sucedáneo, mucho conglomerado, mientras las frentes siempre son auténticas. La muerte, ¡ay!, tiene la característica de que siendo cotidiana nadie repara en ella. El común de los mortales prefiere vivir como si no se fuera a morir nunca. Por eso cuando la muerte cobra actualidad sin que venga a cuento, las almas sencillas se estremecen. Y es lo que está sucediendo. Una cuestión entre funerarias nos recuerda, de súbito, que la muerte, ¡ay!, acecha; que por enterrar al infeliz extinto cobran una fortuna; que bullen competencias comerciales para llevarse el muerto al hoyo, y donde no, domina un monopolio, lo cual es peor.

Precisamente esta situación ha provocado la protesta de los empresarios de pompas fúnebres, aunque utilizarán para manifestarla un procedimiento macabro: sacar a las calles madrileñas miles de furgones mortuorios. Madrid, convertido en capital obituaria del reino, será ese día un alucinante camposanto. Se auguran síncopes y deliquios, salvo que la ciudadanía se tire al monte y deje solos a los enterradores con su, gori-gori. Eso, o que se metan los furgones donde yo les diré. Podría ser junto a esta columna, nadie lo niega. Por mentar la bicha, que llaman la parca, la descarnada, la segura y la muerte pelona, ¡ayayay! Toca, toca madera.

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