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La silenciosa guerra de Mubarak contra los integristas

El Gobierno egipcio lanza una dura y audaz ofensiva para defender su industria turística

No es el recurso más sutil para impartir confianza a quien llega a Egipto, pero el detector de metales a la entrada de los hoteles ya se ha convertido en la lúgubre tarjeta de bienvenida oficial a El Cairo. Acosado por fuerzas extremistas musulmanas, que hace pocos días intentaron asesinar al ministro del Interior, Hasan al Alfi, el Gobierno egipcio no escatima esfuerzos para responder a la amenaza y los embates contra la vital industria turística. El régimen laico lleva aparentemente las de ganar, pero el precio de esa victoria, sin embargo, puede ser alto.El presidente egipcio, Hosni Mubarak, eligió hace dos días una reunión con universitarios cairotas para reafirmar que el fenómeno del terrorismo islámico está siendo magnificado malintencionadamente por la prensa extranjera. Para Hosni Mubarak, la situación está perfectamente bajo control de las autoridades, y por si alguno todavía lo dudara, la violencia que afecta a Egipto desde hace 19 meses será erradicada con vigor y tesón.

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ABDEL RAHMÁN, TERRORISTA URBANO.

La prueba de la determinación gubernamental es visible por todas partes. Desde el estallido de la moto-bomba contra el convoy de Al Alfi en una calle céntrica de El Cairo, las medidas de seguridad se han multiplicado en todo el país. El Gobierno no lo dice abiertamente, pero lo que el atentado del 18 de agosto ha revelado es que la campaña de los extremistas musulmanes ha entrado en una nueva y audaz fase, que los analistas políticos en El Cairo describen como el prólogo de un enfrentamiento más amplio y probablemente decisivo con el poder.

Corán y 'mólotov'

Desde un hospital suizo donde se recupera de múltiples heridas en un brazo, Al Alfi ha restado validez ideológica a la lucha de los musulmanes que exigen un cambio social con el Corán en una mano y cócteles mólotov en la otra. Resumiendo el sentimiento de la mayoría de los egipcios, el ministro convaleciente acusó a "criminales, delincuentes comunes y carniceros sin religión" de ser los responsables de la más grave ola de violencia que padece, Egipto desde que Mubarak llegó al poder, hace 12 años.

En la calle hay indisimulado escepticismo ante el aplomo del presidente y la interpretación de su ministro herido. El problema de Egipto es mucho más complicado, y la estricta receta que ofrece el Gobierno es vista en numerosos círculos más como una estrategia ad interim que como el andamiaje de una solución duradera.

"El atentado contra Al Alfi. demuestra que los fundamentalistas están mejor organizados y mejor armados de lo que suponía el Gobierno", comenta un embajador árabe. "Mubarak y sus hombres han caído en la cuenta de que lo que tienen ante sí no es una mera pandilla de pistoleros, sino un vasto aparato subversivo dispuesto a todo", añade.

De que el Gobierno egipcio está igualmente dispuesto a todo no cabe duda. El régimen de El Cairo ya ha mandado a la horca a 15 extremistas acusados de conspiración para desestabilizar el país mediante una violenta campaña contra las fuerzas del orden, los cristianos coptos y los turistas extranjeros.

Gran parte de los atentados han sido reivindicados por la clandestina y polifacética Gamaá Islamía (Agrupación Islámica), pero el ataque contra Al Alfi. expuso huellas digitales más claras: aquellas de la temible Yihad Islámica, la organización que se atribuyó el asesinato del presidente Anuar el Sadat, en octubre de 1981.

Otros 15 militantes ya, han sido condenados a muerte, y en medios políticos se da por descontado que no habrá señales de misericordia. Esa postura es bastante popular. "Hay que acabar con los terroristas" es una frase común entre pobres y ricos de El Cairo, donde tribunales militares se aprestan a enjuiciar a cerca de 800 integristas en los próximos meses.

Pero la política de mano dura tiene sus riesgos, y los más temerosos miran a Argelia como un, ejemplo de lo que puede ocurrir si Mubarak, como parece decidido a hacerlo, intensifica su campaña represiva. "Egipto está siendo succionado al círculo provocación-represión, y el mayor riesgo que corre el Gobierno es que eso distraiga los esfuerzos por eliminar las causas mismas de la violencia", observa un diplomático europeo, al hacer hincapié en los monumentales problemas económicos del país más poblado del mundo árabe -cerca de 60 millones de habitantes-, donde el lema "el Islam es la solución" resuena en las chabolas y las cárceles de una sociedad polarizada por las injusticias sociales, el desempleo y la corrupción.

La fuerza de los integristas radica en las primitivas aldeas del Alto Egipto y en los barrios más pobres de la capital, donde las nuevas generaciones parecen haber perdido la esperanza en el futuro. La pobreza y la humillación catapultan el resentimiento hacia la lógica de la venganza en nombre de la religión.

Especialistas del fenómeno egipcio están de acuerdo en que las causas de la violencia son esencialmente internas. Las frecuentes acusaciones oficiales contra Irán y Sudán -supuestamente los padrinos del desafío integrista- no están respaldadas por evidencias.

Algo que puede ayudar al Gobierno egipcio es el apabullante repudio popular a las nuevas y más atrevidas tácticas de los extremistas. Desde el inicio de la campaña integrista, Egipto ha perdido unos 240.000 millones de pesetas a causa de la drástica reducción del turismo, y ello repercute en los bolsillos de un amplio espectro de la sociedad.

En la búsqueda de una receta política capaz de neutralizar la amenaza extremista, la voz de los que demandan más espacio para la tradicional Hermandad Musulmana es cada vez más sonora. La legalización de los hermanos, que abandonaron la lucha armada en 1971 y siguen al margen del juego político egipcio, puede ser un buen antídoto contra la violencia. Pero de momento, no existen señales de que las elecciones de octubre próximo, en las que Mubarak será seguramente reelegido, ofrezcan una oportunidad real para los políticos islámicos.

Jeque busca casa en Kabul

Ansioso por recobrar su libertad, y, sobre todo, por desembarazarse del escrutinio de investigadores norteamericanos, el jeque Omar Abdel Rahmán -el clérigo ciego que supuestamente dirige por control remoto la campaña extremista musulmana en Egipto, y cuyo nombre ha sido vinculado al atentado contra las Torres Gemelas de Manhattan en febrero-, quiere instalarse en Afganistán. De momento es sólo un deseo: el Gobierno de Kabul no ha dado todavía luz verde para que Abdel Rahmán, detenido en el Estado de Nueva York por violar las leyes de inmigración, sea recibido.Las autoridades afganas están enviando señales contradictorias. El primer ministro, Gulbudín Hekmatiar, fiel a su línea radical, le ha ofrecido asilo, pero su principal rival, el presidente Burhanudin Rabani, sostiene que brindar hospitalidad al jeque egipcio es más que contraproducente. Para Rabani, la llegada de Abdel Rahmán no haría más que incrementar el ostracismo de Afganistán en momentos en que necesita ayuda económica internacional.

En Nueva York, los abogados defensores del anciano líder religioso se han limitado a indicar que sólo existen sondeos para la deportación del jeque, pero fuentes políticas egipcias señalan que las gestiones están avanzadas.

En El Cairo, entretanto, se acentúa el dilema. Por un lado, el Gabinete egipcio teme que Abdel Rahmán encuentre en Afganistán un púlpito propicio para inflamar la campaña de los integristas. Pero sería un mal relativamente menor: el Gobierno de Mubarak se vería en aprietos mucho más serios si el jeque fuese deportado a Egipto, donde se convertiría en un símbolo viviente en el mismo minuto en que pusiera el pie en la cárcel. "Mientras Abdel Rahmán esté lejos, el Gobierno podrá respirar con cierta tranquilidad, pero cuanto más lejos mejor", observa un abogado cairota.

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