El vendedor de pollos que quería ser apóstol
El Robin Hood del metro canta para dar sus ganancias a los pobres
Pablo Cañado tiene los ojos profundos, como perfilados con un lápiz oscuro, y una manera muy particular de ver la vida. Por las mañanas vende a las vecinas de La Vaguada pollos asados a cántico limpio. Sus empleados miran para otro lado cuando él se lanza a cantar cuando le peta detrás del mostrador.Por las tardes, con su chaleco, sus sandalias de cuero y la misma pinta de hippy, mete un trasto de fabricación casera en la furgoneta y se va al paseo del Pintor Rosales a cantar cosas que él mismo ha escrito, con la ayuda de un magnetófono portátil amarrado al carrito.
Las perras que saca -"buenas tardes, señores, soy el Robin Hood del metro"- se las da al final del día a alguno de sus protegidos, todos dementes, todos, dice él, maravillosos.
Y ése y no otro es el sentido de su vida: la cara que pone un borracho de camisa roja que algún día dejó el Tercio y que no se puede creer que las monedas del cajón sean todas para él: "Muy amable, caballero, si no lo veo, no lo creo".
Los ojos de Pablo miran por encima del hombro del borracho y ven caras bronceadas, camisas limpias y conversaciones banales: "Mira, todos ahí sentados, contándose sus historias. Es como mirar la vida a través de un cristal". En verano se va a Rosales. En invierno, cualquiera de los subterráneos del metro se hace eco de su música. El final siempre es el mismo: entrega todo el dinero a cualquier mano temblorosa que se le acerque, y tan contento.
Antes de todo esto, de sus dos discos -acaba de lanzar uno y él ha pagado la edición, cuatro millones-, estuvo muchos años huyendo de sí mismo, se casó joven, pasó por una década de diván y quiso entrar en un convento. Hace unos dos años, recién divorciado, entró en una pizzería y se topó con Cristina, una mujer morena, peinadita, 10 años más joven que él. Fue y le dijo: "Ya eres mi novia". La chica le dijo: "De novia, nada". Pero poco se resistió Cristina y Pablo lo tuvo mucho más fácil que el Robin Hood auténtico, el que tuvo que arriesgar el pellejo para salvar a su amada del malo. Cristina es pacífica, vive con él en una casa en la sierra y se sabe sus canciones de memoria. Pablo dice que ella es ingenua, que la gente ingenua es azul y que le gusta.
Escribe cosas durísimas sobre las miradas de los esquizofrénicos en forma de libro -también se lo edita él- y pregunta si podrá dedicarse a eso, ser escritor. Habla de su loco favorito, un hombre que vive en el parque del Oeste, su vagabundo de las estrellas, al que ha dedicado una canción del segundo disco, del que, por cierto, asegura que todos los beneficios son para una fundación benéfica de un amigo suyo.
Fino, con barba, bajo los árboles altos del parque gira y gira. "Renuncian a todo, pero tienen una gran libertad", dice Pablo Cañado, fascinado a partes iguales por cantar, porque sus canciones trepen en la lista de popularidad de las emisoras y por los locos.
Uno piensa cómo está su percepción de la realidad, la de alguien que en medio de una conversación le dice a su interlocutor sin venir a cuento: "Tienes algo especial, buenas vibraciones". Lo siguiente es pensar si sólo es un truco halagador o si de verdad cree en las vibraciones, en la espiritualidad, en su empeño por consolar a la gente que sufre -"que tengan un laxante", dice- y en las bondades de ser vegetariano.
Cada tres meses, puntualmente, le deja al cineasta Pedro Almodóvar un recado en el contestador. Quiere que ruede la histoia que ha escrito, la de un tipo roba un banco sin pistola y habla con las sillas. Y acaba de mandar un par de compactos al palacio de la Zarzuela. Lo dice con la misma naturalidad con la que vende por las mañanas: "Tenga, señora, un pollito asado con canto gregoriano".
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