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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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La sombra del águila (9)

Una noche en el Kremlín

Total. Que el 15 de septiembre de 1812, en la vanguardia de las tropas francesas que entraron en Moscú, íbamos marcando el paso los supervivientes del segundo batallón-del 326 de Infantería de Línea, a esas alturas menos de trescientos hombres en razonable estado de salud. El resto se había quedado por el camino, de Dinamarca al campo de prisioneros de Hamburgo, de allí a Vitebsk y Smolensko, y después Valutina y Borodino, con parada y fonda en las bateri as rusas y la calle principal de Sbodonovo. La noche anterior la habíamos pasado a orillas del Vorosik, vendando nuestras heridas y enterrando a nuestros muertos, que eran unos cuantos. Aproximadamente uno de cada cuatro, pues con tanto raaas-zaca y bang-bang, los cañones rusos y luego los cosacos en la calle principal nos habían dado también lo nuestro antes de que los mandáramos a criar malvas. Todavía conmovido por el asunto, el Enano nos había hecho enviar un centenar de botellas de vodka de su tren de campaña personal para felicitarnos por la heroica gesta, cuídeme de esos valientes, Leloup, antes de que los condecore personalmente en la plaza del Kremlin, ya sabe, dígales de mi parte que ole sus cojones y todo eso. Así que el mariscal Leloup vino personalmente a traemos el vodka, bgavos espagnoles, el Empegadog y la patgia están oggullosos de vosotgos, mientras nos cachondeábamos por lo bajini aún tiznados de pólvora, la patria dice, aquí, mi primo, a ver a qué patria se refiere, y a todo esto sin enterarse todavía de que la intención de los bgavos espagnoles era darse el piro, o sea, abrimos. Así que dígale a la madre patria que me agarre de aquí, mi mariscal, silvuplé. Y es que hay que ser gilipollas.En fin. El caso es que al menos el vodka era vodka y que, como nos dijo el capitán García en cuanto Leloup se quitó de en medio, al mal tiempo buena cara, hijos míos, de momento parece que somos héroes, así que paciencia y a barajar. Ya desertaremos otro día. Entonces nos quitamos el gusto a pólvora de la boca despachando las cien botellas del Ilustre a la luz de las fogatas. Al beber nos mirábamos unos a otros el careto en silencio, mientras Pedro el cordobés pulsaba las cuerdas de su guitarra por bulerías.

-Por lo menos -resumió el capitán, que se atizaba unos lingotazos de vodka horrorosos- seguimos vivos.

Era evidente. Seguíamos vivos todos, menos los muertos. Lo peor era que en Sbodonovo habíamos estado a punto de conseguirlo, poniendo tierra de por medio, y hubiéramos -logrado desertar de no ser por la carga de caballería. que el Petit Cabrón había ordenado en nuestro supuesto socorro. Como decía el fusilero Mínguez, un gaditano de San Fernando con más pluma que el sombrero de Murat, el Rizos podía haber ido a socorrer a la madre que lo parió, la muy zorra, con todos sus apuestos húsares y coraceros y toda la parafernalia, a un palmo habíamos estado de librarnos de los franchutes y mira, aquí seguíamos pintándola, con más mil¡ por delante que el cabo Machichaco. Nos habían jodido Murat y mayo con las flores.

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Míngüez hacía estás reflexiones mientras nos zurcía los desgarrones de metralla en las casacas. Tenía buena mano para la aguja y el hilo, y le encantaba echarle una mano al cocinero con el rancho. Era de los veteranos del regimiento de Villaviciosa, alistado voluntario para ir a Dinamarca.

-Con ese nombre, me dije, Villaviciosa, tiene que ser un regimiento de lo más guarro.

Mínguez era muy maricón, pero en combate se volvía bravo como una fiera. Amaba en secreto al capitán García, aunque el suyo era un secreto a voces, y en cuanto empezaban los tiros procuraba situarse cerca, bayoneta en mano, dispuesto a defenderlo hasta la muerte como un tigre de Bengala, quítese de ahí, mi capitán, que van a darle un tiro, por Dios, al ruso que se le acerque le saco los ojos. En Sbodonovo, Mínguez se había multiplicado alredor del capitán, disparando, cargando el fusil, asestando bayonetazos a diestro y siniestro. Cuidado con ése, mi capitán, toma escopetazo, ruso malvado. Qué cruz de hombre. Así, a lo tonto, Mínguez se había cargado él solo a una docena de cosacos. Al terminar la batalla le chorreaba la sangre por la bayoneta y el cañón del fusil, hasta los codos.

-Lástima de cosacos -se lamentaba después, junto al fuego, mientras zurcía la casaca del capitán- Ya me hubiera gustado verlos más de cerca, con esas barbazas y tan peludos, los salvajes.

Y le sonreía respetuosamente al capitán, que se dejaba querer, bonachón, porque Mínguez era buena persona y nunca se pasaba de la raya. El caso es que aquella noche, a orillas del Vorosik, la guitarra de Pedro el cordobés y el vodka del Petit Cabrón fueron nuestra compañía bajo el cielo de Rusia, mientras los muertos se enfriaban alrededor, descansando por fin en paz, y los vivos rumiábamos en silencio nuestra nostalgia y nuestras desgracias. Y al día siguiente, con la casaca zurcida por el fusilero Mínguez, el pequeño y duro capitán García entró en Moscú a la cabeza del 326 de Línea, o sea, nosotros.La verdad es que fue una entrada con mal pie, sin vítores ni gente mirándonos. El ejército enemigo, mandado por Kutusov, se había retirado con casi toda la población civil, y nuestras botas remendadas sonaban en las calles desiertas, donde sólo el graznar de cientos de cuervos y grajos negros que revoloteaban por los tejados saludó a las victoriosas águilas napoleónicas. Así fuimos adentrándonos en la ciudad, fusil al hombro, preguntándonos adónde iba a llevarnos todo aquello. De momento nos llevó hasta una explanada a orillas del Moskova y junto al Kremlin, entre torres antiguas y cúpulas de iglesias doradas, donde, tras las formalidades de rigor, el Enano tomó posesión del asunto, muy cabreado porque todos los moscovitas se habían abierto con el ejército ruso y allí dentro no quedaba nadie a quien impresionar con el despliegue, o sea, que nos han jorobado el número, Alaix, ese Kutusov me la ha jugado, esperaba conquistar una ciudad llena de gente y me entregan otra vacía, como si hubiera pasado por aquí la peste negra. Menudos hijoputas, los ruskis.

-Por lo menos la han dejado intacta -apuntó el mariscal Leloup, siempre oporturio- Imaginaos si le hubieran prendido fuego, Sire.

El caso es que, con moscovitas o sin ellos, el Ilustre estaba dispuesto a organizar su parada militar. Así que se nos ordenó formar en la explanada del Kremlin, banderas al viento y demás, con los generales franchutes pasándonos revista para comprobar si estábamos en condiciones de comparecer ante el Petit Cabrón, a ver, cepíllense un poco las botas, saquen pecho, esos chacós erguidos, capitán, qué coño de sol dados tiene usted aquí. ¿Cómo dice? Ah, sí, los españoles del 326. Ya veo. Pero que sean ustedes los héroes de Sbodonovo no es excusa para que va yan con esa pinta, las casacas desabro chadas y sin afeitar. El Emperador esta rá muy impresionado con su bravura y todo lo que quieran, pero como no se aseen un poco les vamos a meter un p ' a quete que se van a ciscar por la pata abajo. Así que de frente, ar. Uno dos, up aro, uno dos, up aro. Alto. Fiiiirmes. Así me gusta, capitán. Disciplina, eso es lo que ustedes necesitan. Mucha disciplina. A ver qué se han creído, aquí, los héroes.

Y al rato, trompetas y clarines, vista a la derecha y todo lo demás, y el Enano que aparece pasando revista escoltado por los granaderos de la Vieja Guardia, magnífico día, Murat, a ver dónde tiene a esos valientes muchachos. Y todo el gallinero emplumado del Ilustre y compañía que se acerca al 326, oh, mais oui, son éstos, sire, quién lo iba a decir, tan bajitos y con esas pintas infames, si no lo veo no lo creo, cuántos rusos dice usted que se cargaron en Sbodonovo, Murat. Y el capitán García que nos grita presenten armas y se cuadra saludando con el sable, pequeño y moreno con sus patillas de boca de hacha tapándole media cara, diciéndonos entre dientes poned cara de soldados, hijos míos, que no se os note mucho de qué vais. Más vale ser héroes a la fuerza que fusilados por sorteo, uno de cada dos, como aquellos compañeros a los que les echaron el guante en Vitebsk. Y a todo esto el Enano que se para frente a García y lo mira de arriba abajo, con una mano entre los botones del chaleco y otra en la espalda, como en las estampas.

-Dígame su nombre, capitán.

-García, mi general.. Ejem. Eminencia. Sire.

-A ver, Leloup. Acérqueme una de esas legiones de bonor que tengo reservadas para los valientes.

Sonaron los redobles de tambores y un par de toques de cometa, pero las condecoraciones no aparecían por ninguna parte. El Enano despachó al mariscal Alaix a hacer averiguaciones, y lo vimos regresar al cabo, más corrido que una mona, deshaciéndose en excusas. Las le legiones de honor se habían peperdido en el campo de batalla de Sbodonovo, Sire. Una caja entera, nu-nuevecitas, en el fondo del río. Imperdonable descuido y de demás.

-No importa, déme la suya.

-¿Perdón?

-Su legión de honor. Démela para este bravo capitán. A usted ya le buscaré otra cuando volvamos a París-el Petit miró a su alrededor la ciudad desierta y pareció estremecerse bajo el capote gris marengo- Si volvemos.

Alaix y los mariscales rieron aquello como si fuera una gracia, je, je, Sire, muy

La sombra del águila

bueno el chiste. Siempre tan agudo y demás. Pero el Enano miraba a los ojos del capitán García, y éste nunca estuvo muy seguro de si aquella vez, en la plaza del Kremlin, el Enano hablaba en broma o hablaba en serio. El caso es que después de colgarle al cuello la cruz, el Petit pasó entre nuestras filas estrechando algunas manos, bien hecho, muchachos, estoy orgulloso de vosotros. Os vi desde la colina. Algo magnífico. Francia os lo agradece y todo eso.-¿De dónde eres, hijo?

-De Lepe, zire.

Después hubo unos trompetazos más, redobles de tambores, y el Ilustre se retiró a ocuparse de otros asuntos no sin antes volverse a su estado mayor, tome nota, Alaix, paga doble para el 326, déjenlos saquear un rato la ciudad con el resto de la tropa, y esta noche los quiero de guardia de honor en el Kremlin. Viva Francia y rompan filas. Ar.

Así que nos fuimos a dar una vuelta por Moscú y practicar un poco el pillaje, que a esas horas estaba siendo ejercido con entusiasmo por todo el ejército franchute. En la ciudad habían quedado pocos civiles, pero suficientes para que algunos encontrasen todavía rusas que violar, con lo que, bueno, se produjeron ciertas escenas poco agradables, de ésas que nunca se mencionan en los heroicos partes de guerra militares. En cuanto al 326, después de Sbodonovo no estábamos en condiciones de violar a nadie, y por otra parte seguíamos dispuestos a largarnos a las primeras de cambio, por lo que tampoco era conveniente dejar mal cartel entre los ruskis. Después de que el capitán García le rompiera la mandíbula de un puñetazo a Roque el navarro, que intentó propasarse con una mujer en la calle Nikitskaia, todos nos conformamos con vodka, comida y echar mano a vajillas de plata y cosas así, incluido un cofre de monedas de oro que descubrimos en casa de un comerciante tras hacerle durante un rato cosquillas con las bayonetas. Nos encaminamos al Kremlin al atardecer, cargados de botín, con gorros y abrigos de piel, piezas de seda e iconos de plata. Todos sabíamos que tendríamos que abandonar aquello si lográbamos salir por pies y pasarnos por fin a los rusos, pero hicimos buena provisión, por si acaso. Y durante unas pocas horas fuimos los soldados más ricos de Europa.

Esa noche montamos guardia en las murallas exteriores del recinto sagrado, en el corazón del imperio ruso, lo que a tales alturas del asunto nos impresionaba un carajo de la vela, mi capitán, para impresión la de los cañones ruskis dándonos cera en Sbodonovo, o los dos escuadrones cosacos cargándonos por las bravas en la calle principal. Después de eso, tanto nos daba estar en el Kremlin o en el Vaticano. El caso es que, impresionados o no, cumplimos el honor que nos dispensaba el Ilustre asomados a las murallas, escuchando los cantos y la juerga de los franchutes que iban con antorchas de un lado para otro por la ciudad desierta. De vez en cuando llegaban hasta nosotros ruido de tiros aislados, carcajadas o el grito de una mujer.

A eso de la medianoche, el capitán García estaba apoyado en una de las almenas que daban a la ciudad vieja, encendiendo una tagarnina que había encontrado el día anterior en los bolsillos de un oficial de cosacos muerto. Sonaba en la oscuridad, como cada noche, la guitarra de Pedro el cordobés, y alguien, uno de los centinelas inmóviles como sombras negras, tarareaba entre dientes una copla. Algo de una niña que espera y un hombre que está lejos, huido a la sierra. En esto, García oyó unos pasos y, cuando se disponía a preguntar alto quién vive, apareció el Enano envuelto en su capote gris, calado el sombrero hasta las cejas, inconfundible a pesar de la oscuridad.

-Buenas noches, capitán.

-A sus órdenes, Sire -García, cortadísimo, se cuadró con un taconazo-. Sin novedad en la guardia.

-Ya veo -el Ilustre se apoyó en la muralla, a su lado- Descanse. Y puede seguir fumando.

-Gracias, Sire.

Estuvieron un rato inmóviles los dos, el uno junto al otro, escuchando la guitarra del cordobés y la copla del centinela. García, que no las tenía todas consigo, observaba de reojo el perfil del Ilustre, iluminando apenas desde abajo por una hoguera que ardía al pie de la muralla.

-¿Por qué lo hicieron, capitán?

-Por qué hicimos qué, Sire?

-Aquello de Sbodonovo, ya sabe -el Enano hizo una pausa y a García le pareció que reía quedamente, en la penumbra- Avanzar así hacia el enemigo.

El capitán tragó saliva mientras se rascaba el cogote, indeciso. Más tarde, al contarnos el episodio, confesaría que hubiera preferido hallarse otra vez frente a los cañones rusos que allí, intimando con la realeza imperial. Por qué lo hicimos, preguntaba el Petit Cabrón. Sin embargo, unos cuantos porqués sí tenía nuestro capitán en la punta de la lengua. Por ejemplo: porque pretendíamos largarnos y se nos fastidió el invento, Sire. Porque ya está bien de tanta gloria y tanta murga, tenemos gloria para dar y tomar, gloria por un tubo, Sire. Porque esto de la campaña de Rusia es una encerrona infame, Sire. Porque a estas horas tendríamos que estar en España, con nuestros paisanos y nuestras familias, en vez de estar metidos hasta las cejas en esta puñetera mierda, Sire. Porque vuecencia nos la refanfinfla, Sire.

Eso es lo que tenía que haberle dicho el capitán García al Ilustre aquella noche en la muralla del Kremlin, con lo que nos hubieran fusilado a todos en el acto y santas pascuas, ahorrándonos la retirada de Rusia que nos esperaba días más tarde. Pero no se lo dijo. Se limitó a darle una fuerte chupada a la tagarnina y dijo:

-No había otro sitio a donde ir, Sire.

Sobrevino un silencio. Entonces el Enano se volvió despacio hacia nuestro capitán, y en ese momento alguien avivó la hoguera de abajo y el resplandor iluminó un poco más el rostro de los dos hombres. Y García sostuvo la mirada del Ilustre sin apartar la vista ni pestañear, porque ambos eran profesionales y se estaban entendiendo sin palabras. Se ha dado cuenta, nos diría más tarde el capitán, os juro que lo sabe, el tío. Apuesto la gloria de mi madre a que en Sbodonovo se olió que nos queríamos largar. Lo que pasa es que le vino bien como pretexto para lanzar a Murat al contrataque; necesitaba un triunfo para levantar la moral del ejército. Se ha dado cuenta, pero le importa un carajo. Su olfato le dice que la Grande Armée tiene los días contados, y ni él mismo está seguro de salir bien de ésta.

Eso es lo que nos contó García. De una u otra forma, lo cierto es que al Enano debió de gustarle lo que había en los ojos del capitán, porque éste observó que le echaba un vistazo al cuello de la casaca, de donde García se había quitado por la tarde la legión de honor, y no hizo ningún comentario, sino que le dedicó una extraña media sonrisa.

-Comprendo -se limitó a decir.

Y, dando media vuelta, se alejó lentamente por la muralla.

García se quedó solo, retorciéndose las patillas y el bigote, dándole vueltas a la cabeza. Igual he metido la pata, se decía, preocupado. Pero no tuvo demasiado tiempo para pensar. Ahora la guitarra de Pedro el cordobés se había interrumpido y el centinela ya no cantaba su copla. Todo el ejército francés miraba el resplandor rojo que crecía en la zona este de la ciudad.,

Moscú estaba en llamas. (Continuará)

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