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Una lección de alta música

Con la actuación del dúo Anne-Sophie Mutter y Lambert Orkis triunfó la gran música de cámara en la sala Argenta. A sus 30 años de edad y 16 de carrera fulgurante, la Mutter se ha convertido casi en un mito del violín y, en este caso, todo prestigio y alabanza están justificados.Sucede, sin embargo, que desde los aledaños de la música suele encomiarse más a la gran virtuosista y, sobre todo, al personaje que a lo que tiene de más valioso y fundamental.

La categoría musical de una intérprete excepcional, que junto a un colaborador tan excelente como Orkis hace sonatas con magistral perfección de estilo, bien se trate de los clásicos, los románticos o los contemporáneos.

En el programa que presentaron en Santander, el dúo incluyó una página de Sebastián Curier (1958), de difícil escritura, pero, a decir verdad, nada jeroglífica. Se trata de unos pentagramas en los que tradición y modernidad se dan la mano en soluciones sonoras y peliagudos ejercicios virtuosísticos, de mayor eficacia y espectacularidad que trascendencia.

Gran versión

Ésta nos llegó con la Sonata en do menor, opus 30, de Beethoven, gracias a una versión esplendorosa, clarificadora, expresiva y equilibrada. Todo cuanto abordan Anne-Sophie Mutter y Lambert Orkis avanza más allá de la letra, sin traicionar la letra; va más lejos de la expresión y la intimidad, sin necesidad de usar fórmulas de sentimentalismo convencional.Escuchamos interpretado por este duo un Beethoven que fue una verdadera lección de alta música y honda penetración en el mundo beethoveniano.

Lección también, pero esta vez tocada de melancolía, la que nos dictó el dúo en la Sonata en mi menor KV 304, de Mozart, una de esas maravillas en las que el salzburgués resumía el pasado y avanzaba el romanticismo de Schubert.

Y para final, Prokofiev, en la Sonata en re mayor, ejemplo de su formidable pensamiento melódico-armónico, de su soberbia planificación formal y de su gran originalidad en todos los aspectos.

El sonido que Anne-Sophie Mutter extrae de su Stradivarius es algo mágico: real e impalpable a la vez; la vitalidad de su energética se impone con fuerza irresistible, virtudes a las que se suma su colaborador, un pianista de cámara absolutamente fuera de serie.

El público aplaudió largamente la actuación y consiguió dos propinas: una Danza húngara, de Brahms, y la Lírica meditación, de Massenet, tan en boga hace unas décadas.

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