Empúries
La instalación de los señores Boyer en Empúries ha confirmado algunas cosas, intuidas, sospechadas, del máximo interés. La primera, que los catalanes son gente de una extremada vulgaridad, entiéndase esto en su estricto sentido no peyorativo. Ellos han alardeado siempre de que su Empordá intocable nada tenía que ver con Marbella. Y que, en consecuencia, los Boyer iban a ser allí tratados con una indiferencia muy catalana.Falso: se pirran por escudriñar los menores movimientos de la pareja. Cuando el señor Pere Portabella -organizador del célebre suquet de Llofriu- explicó, ante la decepción general por la ausencia de la pareja, que no iba a invitar a gente que no conocía estaba explicando, con impagable retórica catalana, que, lamentablemente, los Boyer no lo conocen. Pero todo se andará.
La pareja, al elegir Empúries, ha confirmado también la vieja necesidad del dinero de revestirse de una pátina mate. La pátina de la cultura. Empúries permite un verano culto: remojarse frente a un malecón grecorromano mata el gusano que anida en toda fortuna. Es una sabia decisión, vinculada con la buena boda de Chabeli -emparentar con los Bofill en Cataluña es completamente abrasivo- o el brillante papel que Terenci Moix ha ejercido como anfitrión del paisaje. Ahora sólo falta que Isabel emule a Tita y nos deje algo. Que va siendo hora, por cierto.
Cuando llegue septiembre y el señor Boyer vuelva a exigir desde su contrato blindado, su docena de lavatorios y el regio alquiler de su casa de veraneo la necesidad de reajustar plantillas, los catalanes van a mostrarse muy comprensivos. "Es uno de los nuestros, viene de Empúries: de allí un hombre sólo puede salir sabio". Y es bien conocido que la fuerza de la opinión catalana crece y crece en España. Han venido a Empúries a obtener la inmunidad: los catalanes, por supuesto, encantados.
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