La alegría de la denuncia Capítulo 9
De la corrupción pasada a la corrupción actual: de Juan Guerra a Mohedano, parece que no cambia el, tiempo; pero sí cambia según ciertos signos, porque Aznar, hasta cuando tiene la inmensa alegría de la denuncia, está más triste -parecía que no; pero es posible- y sin fuerza visible al quejarse ahora de este "caso" y volver hacia atrás con nostalgia para exigir (¡si el pudiera exigir!) que se aplique el castigo a otros casos pasados con la misma medida que éste: Mohedano usaba un Jaguar, gestionaba trabajos grandes para el dueño del Jaguar (que tuvo que cambiar de nombre para huir del Fontán que recordaba la Villa Fontana que tuvo hasta achicharrados) en Valladolid; y ha tenido que perder el recientemente inaugurado puesto de secretario general del grupo parlamentario del PSOE, partido que ampara, se solidariza, se junta con el depuesto, aun depuesto. Son costumbres nacionales. En estos mismos días, Juan José Alonso Millán ha perdido la presidencia de la Sociedad de Autores y ha recibido, por ello, un homenaje nacional, o varios: y grandes fotos de tributo por la misma derecha, que le ha sostenido y le ha compartido; y para la herencia de su cargo. Es así esta vida. Yo no creo en la corrupción de Alonso Millán, naturalmente: de haberla, sus compañeros autores, en una sociedad de orden capitalista que mueve miles de millones de sus socios, le hubiera denunciado y no se hubiese hecho su cómplice. La misma postura me asiste para no creer en la culpabilidad de Juan Guerra, que, acosado por jueces, víctima del linchamiento moral, según la expresión que Mohedano toma para sí mismo, no ha sido hasta este momento condenado por nada. Lo mismo da en la derecha que en la izquierda.Todos estos nombres propios vinieron, a cuajar en uno de sociedad anónima, Filesa, y en unas investigaciones en tomo a corrupción que encerraba esa sociedad y otras afines: cuando el temible juez Barbero registró el PSOE, y hasta el Banco de España, para mirar cuentas, ser advirtió la trascendencia de la cuestión, El fiscal general del Reino, don Eligio, personaje importante del año -llamativo, con gran frescura en sus frases defensivas: una de ellas, cuando atacado por la derecha, dijo que la oposición da patadas al Gobierno en el trasero del ministerio fiscal"-, no parecía capaz de parar la cuestión, que podía ir en un descrédito nacional. Digamos que en el de los partidos, a los que queda poco por gastar, y concretamente al del PSOE. Pese a la abundancia de nombres propios- y en julio Aznar ha querido mezclar al propio González, como responsable máximo- en el sentido de que buscaban dinero para sufragar sus gastos.
Son inmensos. Los partidos tienen cada vez menos afiliados en Europa; España es uno de los más penosos. Sospecho que es uno de los síntomas del desapego a la democracia. La idea inicial del partido cuando se instauró el nuevo régimen era la de que los pobres o los menos pudientes lucharan contra la aristocracia y la alta burguesía haciendo que su número contrapesara la riqueza de los otros y sus poderes tecnócratas (jueces, periódicos, policías, militares, etcétera). La conversión del Gobierno y del Parlamento en partitocracia parece lo mismo y es, precisamente, lo contrario: los nuevos partidos compactos, pequeños y tecnócratas son por si mismos poderes fácticos, más que populares, y apenas queda el recurso de moverlos desde dentro. Nuestro sistema constitucional, copiado de los europeos dominantes, realiza la selección de partidos eliminando a los pobres, o menos votados, y primando a los mayoritarios: hace cámaras más manejables (hacia el bipartidismo) y quita ideologías al pueblo (pueblo: concepto antiguo, pero que aún se usa en retórica política). El Estado financia los grandes partidos: es un eufemismo para decir que los partidos dominantes crean una presión fiscal, un, reparto presupuestario y unas leyes electorales para que el dinero del pueblo financie a los partidos, y les dé los medios para conseguir ser votados, con esa preferencia por los mayores que es discriminatoria para los nuevos (con esa fórmula, el partido socialista no hubiese podido prosperar cuando se formó, el siglo pasado). Son voraces: la propaganda y los suntuosos gastos les llevan más de lo que necesitan, y todos tienen enormes deudas. Cuando están en el poder, los partidos pueden cometer un delito: recabar ayuda de entidades que lo tienen, a cambio de favores de Estado a esas entidades. Para disimular el delito, se carga a personas particulares o a sociedades más o menos ficticias. Los partidos de la oposición pueden ejercer presiones similares con promesas de compensación si llegan al poder; y una misma entidad o empresa puede ayudar al mismo tiempo a los principales partidos. La gravedad que pueden alcanzar estos asuntos en momentos de exaltación democrática, o cuando llegan claramente al dominio público, es absoluta. Forma parte del lenguaje el nombre del Watergate, o el prefijo water unido a otro nombre -waterguerra- por el asunto que hizo dimitir al presidente de Estados Unidos Nixon: no por su corrupción, sino por usar medios ilícitos, de espionaje y escucha, contra el partido de la oposición en su cuartel general -el hotel Watergate- con objeto de descubrir misterios de su financiación; poco antes había sido forzado a la dimisión su vicepresidente, Agnew, porque se le descubrió que su campaña había sido financiada ilegalmente.
Multiplicado este sistema por Ayuntamientos o autonomías, como es la división administrativa principal de España, esta forma de corrupción puede llegar a cantidades inmensas. El nombre de Juan Guerra (no parece que, ahora, el de Mohedano represente algo parecido) o el de Filesa se esgrimieron como tapaderas para la obtención de ese dinero por el partido gobernante. Las reacciones de Felipe González, o de la maquinaria de su partido si es que puede considerarse como algo distinto a él, fueron malas y equivocadas. Mantuvo a su vicepresidente Guerra contra viento y marea; para terminar luego deshaciéndose de él, y ahora de sus partidarios, de mala manera. Se enfrentó como pudo, y más allá de lo que podía, contra las acusaciones acerca de Filesa. Pero la campaña estaba desatada. Una derecha con una fuerza agresiva renovada, que parecía salir de su letargo después de las desgracias sucesivas que comenzaron con la muerte de Franco y la pérdida de todas las elecciones y referendos nacionales, una campaña que parecía encargada más que a un hacedor de imágenes al mismísimo Dr. Frankenstein, cundió por todo el país, y apenas dejó indemne a algún medio de comunicación más ponderado y más serio, que sería a su vez considerado como cómplice por los antigubernamentales.
Cierto que el cuerpo de Franco no debía ser sacado de bajo la terrible losa que se lo impide; el de Fraga tenía más parecido con el del cadáver que robó el criado tonto de Frankenstein, pero los rayos de la tormenta ya no lo levantan; el cerebro de Hernández Mancha no se podía trasplantar y, cuando se lanzó la campaña a muerte, el único disponible era el de Aznar. Un desastre. Pero los datos parecían propicios. Porque, además, se acababa de descubrir que estábamos en la más espantosa de. las ruinas, y sin duda se podía enlazar la idea de ruina con la de corrupción; la de las exhibiciones de riqueza -Expo, Juegos, AVE- con la de prevaricaciones y rapiñas; el partido con los hombres, de forma que ni siquiera se pudiera confundir el deseo de ayudar al PSOE con el de la riqueza personal. Si al vicepresidente del Gobierno se le acusaba de gastar inmensas cantidades en, ir a los toros en Mirage, a los funcionarios se les acusaba de comer mariscos o de vestir en Armani. Se abría la lucha contra el hombre. Una de las grandes cacerías de la derecha.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.