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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un rey para los belgas

LO MEJOR que puede esperar un monarca cuando su vida se extingue es un claro orden de sucesión, un heredero conocido y bien aceptado por el pueblo; lo mejor que puede esperar una monarquía constitucional es que la opinión se halle unida en torno a la institución, sobre todo, en el caso de que la línea sucesoria dé cobijo a la duda. Ninguna de las dos condiciones cabe decir que se cumplan enteramente en el caso de Bélgica, cuyo soberano, Balduino I, falleció el pasado sábado 31 de julio en esta su última y triste vacación española.Bélgica fue una creación de comienzos del siglo pasado sobre la base de un nacionalismo burgués y laico de expresión francesa, al que apoyaba el Reino Unido contra su soberano territorial holandés, y de una masa campesina de expresión flamenca e intensamente católica, que se sentía poco afín a la monarquía calvinista de la casa de Orange.

Durante algo más de un siglo, el apaño pudo mantenerse basado en la preeminencia social y cultural de la minoría francófona, pero ya en el periodo de entreguerras el despertar del arriére-pays flamenco anunciaba que el futuro del Estado iba a exigir considerables remociones institucionales para perdurar. Un largo camino de reformas, reequilibrios y tensiones ha desembocado en un reciente replanteamiento del Estado sobre base federal, lo que en la práctica significa la existencia de dos comunidades la francófona y la neerlandófona, plenamente soberanas en los asuntos internos, con sus Ejecutivos y Parlamentos correspondientes, y una tercera comunidad binacional en torno a la capital, Bruselas, todas ellas unidas por un Gobierno todavía común, y una Cámara Federal, lugar de reunión entre iguales, mucho más que expresión nacional de un solo pueblo.

En esa deriva desde el unitarismo al federalismo, pasando por diversos e insuficientes esquemas de autonomía, la gran cuestión que se discute hoy públicamente en Bélgica es la de si nos encontramos ante la última estación institucional que pone punto final a la separación de las dos comunidades o, contrariamente, un punto de partida para la escisión -preferentemente indolora- en la que el nombre de Bélgica, aunque eventualmente siga designando al conjunto, más una marca política que el nombre de un verdadero Estado.

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En esas circunstancias, la muerte de Balduino, el rey respetado por todos sus connacionales como la expresión de lo que más fuertemente les unía, se convierte en un acontecimiento político de la mayor trascendencia.

El orden de sucesión era inequívoco: al no haber tenido herederos directos Balduino en su matrimonio con Fabiola de Mora y Aragón, el primero en la línea de herederos es su hermano Alberto, seguido de los hijos de éste, Felipe y Astrid. Pero hasta el anuncio oficial -realizado en la tarde de ayer-, de que el príncipe Alberto efectivamente sería el sucesor, nada estaba claro. Entre otras razones porque el propio hermano de Balduino había hecho saber repetidamente que no deseaba la corona. Con ello, las opciones se ampliaban a su hijo Felipe, de 33 años; y a la hermana de éste, Astrid, preferida por algunos sectores por su imagen más clásica y SU mejor dominio de las tres lenguas habladas por los belgas.

Entre los comentarios mejor o peor intencionados que se han podido oír en los últimos años sobre el destino de Bélgica, ha figurado prominentemente un punto de interrogación sobre el deseo de la mayoría flamenca de permanecer unida a la Walonia francófona, una vez desaparecido el que supo ser soberano de todos. Es razonable suponer, por tanto, que las vigorosas fuerzas centrífugas actuantes en el país de los belgas considerarán llegado su momento a partir del tránsito real. Por todo ello, la muerte de Balduino I plantea el acuciante desafilo a su sucesor de llegar a ser también una firme garantía para la compleja continuidad del Estado.

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