Con el espectro de Rock Hudson revoloteando
En los años cincuenta, Hollywood todavía podía deslumbrar al mundo. Las más importantes personalidades de la política y aun de la realeza apreciaban sobremanera una visita a los grandes estudios. Lo ilustra la fotografía inédita de la reina Sofía, a la sazón princesa de Grecia. Fue en los estudios de la Fox, durante en rodaje de la película El hombre de las pistolas de oro. También pasó el Nehru por el plató de Desirée, para fotografiarse junto a MarIon Brando ataviado de Napoleón Bonaparte. En 1957, una visita del dirigente soviético Jruschov y su esposa al rodaje de Can-Can alcanzó la máxima cota de expectación. De hecho era la misma que contribuyó a encender durante tres décadas la imaginación de los pueblos, dando lugar a una mitología que MacLuhan llamó "el folclor del hombre industrial". Esa que hoy sólo podemos reencontrar, con nostalgia, en los ciclos cinematográficos de las televisiones mundiales. Diez años después de los recuerdos citados, conocí personalmente a uno de mis ídolos de adolescencia: cierto simpático mozarrón llamado Rock Hudson. El encuentro tuvo lugar en Cannes y de manera harto fortuita. Cubría yo la información del festival para la revista Lecturas y el periódico El Correo Catalán. Como todo free-lance, necesitaba desesperadamente una entrevista con el ídolo, además de unas foto grafias que acabé haciendo con gran ineptitud (¡eran como para acabar con la fama de cualquier guaperas!). En cuan to a las declaraciones, quería que escapasen a los formalismos de una rueda de prensa donde a Hudson le había interesado principalmente demostrar que la película Seconds marcaba un giro radical en su carrera y que, a partir de entonces, Id crítica empezaría a tomarle en serio, borrando su imagen de galancito amable y un tanto sosainas. (Imagen falsa: en Gigante había estado soberbio).
Nadie tan ilustrativo de la tristeza del triunfo como aquel hombre de 41 años (confesados), que se presentó ante mis ojos vestido de la manera más convencional y con muy pocas ganas de hablar de cine. En los ambientes cinéfilos de Londres, yo había oído comentar sus aficiones más secretas. Néstor Almendros tenía contactos con un ayudante de dirección llamado Didier. Por, lo que supe, este pollo conocía a Hudson gracias a experiencias comunes. en un bar gay de París llamado Le Fiacre. Didier me contó que la vieja Europa era un balón del oxígeno para aquel astro aprisionado por su leyenda. No podía desahogar sus pasiones en HoIllywood, donde una leve acusación de homosexualidad acabaría para siempre con su carrera. Pasarían todavía muchos años para que ciertas cosas pudiesen ser reveladas, y aun a costa de la muerte de sus protagonistas. Así ocurriría con Sal Mineo, Ramón Novarro o el director George Culcor.
Entre las cosas que no aproveché para mi entrevista de Lecturas, recuerdo unas opiniones muy ácidas sobre los ciudadanos de Hollywood:
-Es el reino de la hipocresía. Nadie aparenta lo que siente. Todo es falso. ¿Sabe usted qué ocurrió en el estreno de Gigante? Durante los títulos de crédito aplaudieron mi nombre y el de James Dean. Después de todo, yo no tengo escándalos notorios, y el propio Jimmy, que los tenía, ya está muerto y no molesta. Pero cuando apareció el nombre de Elizabeth,. que en la película está maravillosa, nadie aplaudió. Se había casado con Michael Todd, un hombre a quien odiaban las grandes productoras por ser productor independiente. La mayor parte de los invitados pertenecían a la la profesión, estaban bajo contrato con los grandes y no se arriesgarían a jugarse el pan por aplaudir a la esposa de un competidor de sus jefes.
Liz Taylor sobrevivió. Su boda con Todd no era nada comparado con los escándalos que armaría en el futuro. Pero ya sucedieron desde una productora cuyo departamento de prensa se encargaba de defender el nombre de la diva. Algo parecido ocurrió con Hudson, aunque él no me lo dijo aquel día. Se ha sabido mucho después. La revista de escándalos Confidential tenía en su poder unas fotos que comprometían su virilidad. La Universal movió todos sus resortes para detener la publicación. Pero Confidential quería un escándalo a cualquier precio, y el estudio se decidió por pagar el más miserable: a cambio del silencio sobre la homosexualidad de Rock Hudson vendieron la vida íntima de otro actor homosexual, George Nader, hundiendo así su carrera.
-Es una ciudad poblada de asesinos a sueldo -continuaba diciendo Rock-
Un mitómano no escucha esas cosas sin horrorizarse. ¡Todo un mundo de sueños se derrumba inesperadamente!
-Es mucho más sutil que los thrillers que está usted acostumbrado a ver. Los crímenes no ocurren en la pantalla. Se cometen desde el despacho de los ejecutivos o en los departamentos de prensa.
¿Intenta decirme que no es feliz con su éxito?
-Con el éxito mucho. Pero la posibilidad de que el éxito se acabe me causa pavor. Y nadie hace nada para evitármelo. Al contrario. Los ejecutivos del estudio se ocupan de tenerme al corriente de mis altibajos sin la menor consideración. Cuando una película mía da menos dinero que la anterior, me llaman por teléfono para amargarme el día.
-¿Esto explica su cambio de estilo en Seconds?
-Explica que el cambio sea exigido y, además, con urgencia. A todos nos ocurre. O cambiamos o nos hunden. Yo he sido galán de éxito durante una década" pero ahora hay una nueva hornada de jovencitos que están haciendo los papeles que yo hice. Y ¿sabe usted lo más triste? Cuando empecé ya me advirtieron que al subir yo un peldaño estaba echando al que lo había ocupado antes. En Hollywood, alguien mata a alguien para, imponerse.
En los años sesenta, yo continuaba creyendo a pie juntillas en los oropeles de la ficción. Aquel encuentro era el menos adecuado para mis, fantasías. Todavía faltaban años para que conociésemos los aspectos más crueles de la vida de Rock Hudson. Así pues, me limité a considerarlo como el apuesto prisionero de una cárcel de oro que seguía siendo rentable. Sólo que, al despedirse, mi ídolo de adolescencia comentó:
-Ni usted ni yo pudimos asistir al nacimiento de Hollywood, pero puedo asegurarle que asistiremos a su muerte.
Y fue exactamente así. Por lo menos en lo que respecta al Hollywood que todos habíamos amado desde nuestras butacas del cine de los sábados.
Doce años después de mi encuentro con Hudson, tuve la oportunidad de conocer a algunas de mis estrellas favoritas gracias a un programa que me propuso Pilar Miró para Televisión Española. Hubo entrevistas, como la de Lauren Bacall, que duraron casi una hora y sólo se aprovecharon 14 minutos. Otras transcunieron lejos de los focos y las cámaras. En cualquir caso, los encuentros de aquella feliz ocasión constituyen la base de las conversaciones que el lector podrá encontrar en este periódico durante los próximos días.
Algún personaje, como Joan Fontaine, vivió la plenitud del Hollywood dorado. Otros se limitaron a saborear sus últimas copas: Lauren Bacall, Kirk Douglas, Esther Williams, Cyd Charisse, y Xavier Cugat. También incluyo a otros que, como Ursula Andress, Gina Lollobrigida o Joan Collins, llegaron cuando el sistema (le estudios se estaba desintegrando. Un Peter O'Toole se paseó por Sunset Boulevard, sentó plaza de gran actor y regresó a Europa. Los dos españoles, el bailarín Antonio y la futura cupletista Sara Montiel llegaron para abrir desmesuradamente los ojos ante el oropel que se les ofrecía. En cualquier caso, todos los convocados ilustran sobre la falsedad del imperio de los sueños. Dejo en el criterio de los lectores decidir en qué medida les sobrevivieron o se apagaron con ellos.
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