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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Dinosaurios españoles

Es lógico sentirse orgulloso de ser español si nos comparamos con la multitud de sociedades que a esta hora tienen como máxima aspiración personal el seguir siendo seres vivos. Es lógico, asimismo, experimentar ese orgullo cuando nos contrastamos con pueblos que acaban de iniciar su andadura democrática en un régimen de libertades. Superamos hace tiempo esa situación, aunque no deberíamos olvidar de dónde venimos, ni tampoco hacia dónde queremos encaminarnos. Digo esto porque (no a menudo, pero sí con demasiada frecuencia) encontramos individuos cuyo comportamiento está bastante lejos (a años luz también) de poder ser definido como democrático y humanitario (personalmente prefiero este término). Individuos que provienen de décadas prehistóricas y no han permitido ser reciclados a una sociedad de libertad y tolerancia. Individuos que defienden con uñas y dientes su pobre y ridícula parcela de poder siempre que pueden ejercerla, para sentirse dueños y señores absolutos del universo.Eran las 0.30 del lunes 11 de julio de 1993. Llegábamos a Madrid (Puerta de Atocha) una colección de viajeros indefensos; algunos embrutecidos por largas (más de tres para algunos, cuatro para otros) horas de retraso, otros con la única intención de rellenar hojas y hojas de: reclamaciones, y todos para poder cobrar la parte proporcional al retraso en cuestión. En cualquier caso, los retrasos siempre ocasionan trastornos a un gran número de viajeros, que necesitan de la inusual puntualidad de Renfe. Había gente que reclamaba incesantemente ser atendido de forma inmediata, sin darse cuenta de que era él el primero que no respetaba el turno de sus propios compañeros; otros lloraban a moco tendido por haber perdido el avión o autocar; otros formábamos cola ante aquel número ingente de individualidades presas de la histeria y la descomposición intestinal.

Y, ante semejante algarabía, hizo acto de presencia un individuo que decía ser representante de la empresa ya citada; decía ser representante aunque no portaba ningún documento que acreditara dicha representación, a no ser por la hortera corbata con líneas transversales y por aquellos pantalones de alcalde con los que Renfe suele castigar a sus súbditos. Por si esa fuera poca acreditación, el individuo sustentaba sobre sus narices unas gafas de sol de las que no dejan ver con quién hablas (no se lo pierdan; eran las 0.30 y con gafas de sol).

No hubiera sido tan grave si el individuo en cuestión hubiera adoptado una actitud coherente con la situación y hubiera calmado los ánimos con moderadas y pausadas conversaciones con los reclamantes. Lejos de eso, se dedicó a despachar, como si de un burdel se tratara, a las personas que allí nos dábamos involuntaria cita, con actitudes intransigentes que recordaban los tiempos de Atila, como esa gente que te hace sentir complejo de culpa cuando le reclamas que te devuelva tu ojo. Su intolerancia estaba avalada por un mazas de dos metros que escuchaba vigilante a la multitud. Al tal jefe de estación le pedimos incesantemente que nos dijera su nombre, para incluirlo en la oportuna reclamación, ante lo cual se negó (sólo decía que era el jefe de la estación). Sentí tal indignación ante semejante humillación que, aunque son las dos de la madrugada, y mañana levantamos al país a las 6.50, he decidido escribir una carta a su periódico como única medida de fuerza, ya que la libertad de prensa y la conciencia de ciudadano libre es lo que permite seguir despierto a estas horas en las que los dinosaurios ya deberían estar durmiendo.-

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