El sitio de la ONU
DESDE EL fin de la guerra fría, la ONU ha multiplicado espectacularmente su actividad. Sobre todo el Consejo de Seguridad, encargado de hacer frente a los peligros para la paz. De hecho, su papel en la vida internacional se ha transformado, con una notable multiplicación y diversificación de sus acciones. En la actualidad existen unos 100.000 cascos azules repartidos en unos 12 escenarios de operaciones, con misiones muy diferentes y con un uso cada vez mayor de las armas, como en Bosnia o en Somalia. A ello hay que añadir el aumento de la demanda de sus soldados ante el surgimiento de nuevos conflictos, como ocurre en las guerras que asolan el sur de la antigua URSS.Lo preocupante del momento actual no es que se pida a la ONU que intervenga; al contrario, ello ratifica la conveniencia de que una organización internacional esté en condiciones de frenar los conflictos y poner coto al auge de unos nacionalismos exacerbados y agresivos que son hoy la principal amenaza para la seguridad y la paz en el mundo. Lo inquietante es que la ONU, tal como funciona, no está en condiciones de responder con eficacia a esas demandas. Si se exceptúa Namibia, donde su gestión tuvo pleno éxito, la intervención de los cascos azules ha desembocado con frecuencia bien en fracasos, como en Bosnia o en Somalia, o en situaciones sin salida que se eternizan, como en Chipre o Angola. De seguir las cosas así, el mayor peligro es que el desprestigio de la ONU llegue a un punto irreversible; que se la considere como un órgano incapaz de cumplir su misión. Ya en gran parte del Tercer Mundo, ante la política de doble rasero aplicada en Oriente Próximo y en otros casos, la ONU es considerada como un simple instrumento de la política de Estados Unidos.
En numerosas cancillerías se acepta ya la necesidad de cambios estructurales, sobre los que se discute desde hace tiempo; pero el panorama internacional exige que no se retrasen las decisiones. En primer lugar, urge la ampliación del Consejo de Seguridad con la incorporación de Alemania y Japón (y dos o tres países del Tercer Mundo); ello podría asociarse con la supresión del derecho de veto, como propone el ex director de Le Monde André Fontaine. Con el fin de la guerra fría, ciertamente, el veto ha perdido su justificación.
Pero aún más importante es el problema de la fuerza militar. En muchas de las operaciones de la ONU surgen serias dificultades ante la necesidad de coordinar tropas de distinta procedencia y sin ninguna costumbre en operaciones de este género. Somalia es el ejemplo de cómo pueden estallar las fricciones entre los mandos militares, en este caso de Estados Unidos e Italia. El error en este terreno surge de la no aplicación de la Carta de la ONU, la cual especifica la creación de un Estado Mayor conjunto para las operaciones militares ordenadas por el Consejo de Seguridad. Como ha pedido Butros Gali, es necesario que los países pongan a disposición de la ONU unidades con una cualificación y, por tanto, operatividad acordes con sus nuevas misiones.
La cuestión es clara: o se refuerza y potencia a la ONU como organización mundial defensora del derecho internacional o se acepta, como ocurre hasta la fecha, el papel predominante de Estados Unidos. Washington, naturalmente, ansía ejercer su hegemonía, pero las consecuencias políticas de tal predominio son gravísimas. Europa, a pesar de sus dificultades económicas, debe intensificar los esfuerzos diplomáticos para evitar que la ONU deje de desempeñar su papel más importante: la defensa del derecho internacional y, con ello, de la paz y el respeto entre los países que la conforman.
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