Pinto

Calma, me exhorto a mí misma mientras escribo esta columna sobre Pinto Fontán o Gómez-Pinto, ya saben, ese constructor tan eminente y laborioso que ha llenado España de urbanizaciones fantasmales y a medio terminar, cuyos esqueletos de hormigón estamos dinamitando ahora con los dineros públicos. Calma, no caigas en la demagogia, me digo, con la sangre alborotada, cuando pienso que este señor lleva al menos 20 años haciendo de las suyas, que se declaró insolvente, dejó miles de deudas, contribuyó a la ruina del Banco de Valladolid, cambió de nombre y ahora está tan fresco y tan orondo, llevando el tren de vida de un magnate. Y lo que es peor, moviendo los hilos de nuevas empresas con las que ha vuelto a sembrar de pufos y de edificios rotos la faz del planeta. Pues bien, pese a este historial tan deslumbrante, el tal Pinto Fontán travestido de Gómez no tiene al parecer ningún delito pendiente, no está en la ilegalidad, y hasta debe de ser un tipo fino, porque cuenta con conocidos tan ilustres como el diputado socialista José María Mohedano, que asesora a Pinto desde 1974 y que se pasea (Mohedano, digo) en un bonito Jaguar propiedad de una empresa del constructor. Todo lo cual, no lo dudo, debe de ser totalmente legal: tan legal como la trayectoria del propio Pinto. Por lo demás, a mí sólo me resulta un poco raro que el que roba un radiocasete acabe en la cárcel mientras que Fontán acaba residiendo en un chalé de superlujo, y también es extraño que este tipo, que ha hundido un banco por impago, vuelva a conseguir años después créditos millonarios, mientras los humildes mortales sudan tinta para arañar un miserable préstamo, y si dejan de pagarlo, el banco cae como un buitre sobre ellos y les despoja. ¿Cómo? ¿Que hacer estas comparaciones es demagogia? No lo he podido evitar, se me ha escapado.
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