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Induráin da otra vuelta de tuerca en el Galibier

Los líderes italianos, desde Bugno hasta Chiappucci, vivieron una jornada catastrófica

Luis Gómez

Las hazañas de Induráin tienen otro rasero. Es el reservado a los más grandes. Cuando el líder español rompe la carrera, las consecuencias se miden en términos devastadores. Bajo ese registro vivió Italia ayer la catástrofe del 14 de julio, su pequeño imperio destrozado, su flota a la deriva, Chiappucci enmudecido para el resto del Tour, Bugno nuevamente desarticulado. La montana nunca miente. Los Alpes certificaron la hegemonía de Induráin y rehabilitaron al desgraciado Rominger, cuya tenacidad encontró recompensa en su alianza con el monstruo. El líder da otra vuelca de tuerca y deja la general sin posibilidad de mayor comentario: el Tour es suyo.Induráin ha hablado por dos veces en este Tour. La general se ha conmovido al eco de su voz. Su segundo discurso, en el primer contacto con la montaña, ha sido tan elocuente que nadie habrá dejado de entender que no hay supervivencia posible en la oposición. Sólo quienes se muestran solícitos y aceptan el papel de aliados tienen la oportunidad de beneficiarse de su magnanimidad. Induráin dibuja la diplomacia con guante de hierro. Nunca agrede el primero, solo interviene cuando los acontecimientos empiezan a desbordarse. Y es a partir de entonces cuando su respuesta tiene un doble efecto porque no gusta de actuar en solitario. Todos sus golpes de mano tienen algún otro beneficiario.

Bugno y Breukink apenas pudieron disfrutar de un par de kilómetros de alivio: en cuanto se identificaron como amenaza, a poco de comenzar la subida al Telégraphe, sufrieron las consecuencias de la respuesta del navarro, que había prometido no mover un dedo hasta estudiar la situación sobre el terreno. Superado el tanteo del Glandon, en el que los notables se mantuvieron en su sitio mientras una quincena de corredores (entre los que se encontraba Delgado) maldisimulaba su condición de cabeza de puente, los nervios delataron ciertas intenciones: Breukink y Bugno no estaban dispuestos a esperar más. El Telégraphe era el aperitivo de la cara norte del Galibier, una cumbre que no suele pasar desapeircibida. El Galibier es para el Tour un apellido nobiliario. Nadie escapa indemne a esa montaña inacabable. Ellos quisieron aprovechar su presencia para obtener credendial de aspirante. El Galibier puso lastre en sus piernas.

Bugno y Breukink apenas pudieron maniobrar. Posiblemente se precipitaron. Disfrutaron de unos segundos de ventaja, una leve esperanza, más bien un espejismo. Induráin pasó a la acción tras los pasos de Rominger. En comandita elevaron el tono de la jornada hasta despedazar la carrera. Chiappucci era en esos momentos un inocente diablillo, un personaje entrañable que conservaba la dignidad en la desgracia. Los notables le habían expulsado de su mesa con el mismo desprecio con el que un aristócrata rechaza a un convidado sin pedigrí. Perdido entre el enjambre de damnificados, Chiappucci trabajaba por mantener a salvo su derecho a expresarse cada mañana. Hoy no le van a preguntar por su enésimo ataque. Menuda tontería. Quién sabe si Chiappucci estaba comenzando a ser ayer un rostro del pasado.

El Galibier obra ya en el patrimonio dorado de Induráin porque el navarro va cubriendo etapas en su aproximación a los grandes de todos los tiempos. Ese es su camino. Y el Tour, este Tour, no es más que un peldaño. Induráin se ha convertido en invencible en la contrarreloj y en los Pirineos consolidó sus primeros éxitos montañosos. Si en su biografía puede abrirse un capítulo dedicado al Tourmalet, le ha llegado el turno al viejo emperador del los Alpes, esa cumbre gélida e interminable cuya austeridad alimenta su esplendor.

Eddy Merckx siguió hace unos días parte de su actuación en la contrarreloj del Lago de Madine y se echó las manos a la cabeza al sobrepasar el coche del Banesto: Induráin acababa de sobrepasar a su predecesor, Guy Nulens, apenas habían transcurrido una decena de kilómetros.

Induráin subía majestuoso con el plato grande de las contrarrelojes. Para la concurrencia era un detalle demoledor, como advertir que estaban compitiendo contra un hombre de superior cilindrada. Detalles de ese calibre escapan a un espectador que demande emociones en directo y quiera ver a Induráin respondiendo a la antigua usanza, sin dosificar su estética monocorde, empeñado en una actitud racial. Para un ciclista puede ser el dato más revelador, el más concluyente, el verdaderamente inapelable.

La candidatura al podio de Breukink y Bugno ha quedado en entredicho. Ahora son como tantos otros, vagabundean por la general con más pena que gloria. La general se mueve según el impulso de Induráin y no conoce más realidad que la de deducir qué corredores y cómo soportan mejor la estela del navarro. Otro discurso de Induráin puede revolcarla de nuevo. Nadie debe estar seguro de su suerte final hasta que el líder no diga basta.

[Induráin, según la agencia France Presse, sufrió un pequeño desfallecimiento momentos después de llegar a la meta. El corredor se recuperé rápidamente y el médico jefe del Tour, Gerard Porte, restó importancia al incidente, al considerar que pudo deberse al esfuerzo ante la dureza de la etapa].

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