Un drama cíclico
Los INCENDIOS forestales son uno de los accidentes de la naturaleza que se repiten, verano tras verano, con una constancia desalentadora. Pero muchas ve ces, de modo progresivo, además de accidentes cons tituyen un delito salvaje que incorpora un número importante de muertes, las que produce el propio incendio o su intento de extinción. La reiteración de estos desastres conlleva, pues, una degradación medioambiental evidente, con sus secuelas de paulatina desertización del paisaje, y una voluntad asesina en quienes los provocan intencionadamente. El pasado sábado 10 de julio, y en el término municipal de Lorxa (Alicante), ya se han producido las dos primeras víctimas mortales del presente año.Los datos facilitados por la Administración sobre la evolución del número de incendios y de la superficie afectada por los mismos presenta un balance claramente positivo. Las 100.485 hectáreas quemadas en 1992 son el mejor dato de los 10 últimos años. Sin embargo, el número de víctimas en el mismo año -14 muertes en labores de extinción- fue el más alto de la citada década. A ello hay que añadir el que la recuperación medioambiental de los daños es, en el mejor de los casos, un proceso lento y complejo.
Ecologistas y expertos coinciden en señalar que el mejor remedio para esa plaga estival es el de la educación de los ciudadanos y su correspondiente toma de conciencia del problema. Pese a ello, y aun aceptando ,que es la solución más correcta y, naturalmente, la mejor de las inversiones a medio y largo plazo, no basta con la propagación del mensaje conservacionista para evitar el desastre. A ello hay que añadir una potenciación y racionalización de la muy dispersa, y con frecuencia inepta, Administración ambiental, anclada en conceptos desarrollistas que exigen, cuando menos, su discusión y, probablemente, actualización y una aplicación severa de la normativa jurídica que rechace definitivamente la sensación de desidia que pudiera haber ante los atentados ecológicos.
Las causas de los incendios, como es sabido, pueden ser voluntarias -con ánimo de lucro-, involuntarias -por la inconsciencia de quienes pretenden pasar un día en el campo o en el bosque sin valorar los riesgos que conlleva la irrupción de una ciudadanía poco habituada al disfrute de la naturaleza- o directamente psicopáticas. Es evidente que la persecución, juicio y condena no pueden ser iguales en todos los casos, pero también lo es que el daño que ocasionan los incendios provocados alcanzan ya una importancia, humana y geográfica, imposible de obviar.
Si las causas son varias, la actitud administrativa ante el problema exige diversos frentes de actuación: de un lado, una dotación económica, tecnológica y humana adecuadas, que permitan una mayor eficacia en la lucha, lo que, al parecer, se está cumpliendo con corrección y moderado incremento económico en las campañas contra el fuego, tanto en lo que corresponde a la Administración estatal como en las autonómicas; de otro, una aplicación -o reforma si fuera necesaria- rigurosa de la legislación para que quienes provocan los incendios con ánimo de lucro o por mera diversión sean juzgados como lo que en realidad son: enemigos públicos, cuando no posibles homicidas. Por último, el Gobierno debe demostrar su voluntad práctica, no retórica, de afrontar el problema mediante la coordinación razonable de una política conservacionista y el nombramiento de quienes deben responsabilizarse de su eficacia.
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