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La mirada del mayordomo

Felipe González inició ayer una corta travesía de 24 horas, para ser investido hoy por cuarta vez jefe del Ejecutivo, con un discurso encaminado en buena parte a fijar los puntos básicos sobre los que descansarán los futuros acuerdos parlamentarios entre el PSOE, CiU y el PNV. A lo largo de la campaña, los socialistas se habían mostrado ambiguos -una regla elemental si se desea maximizar los votos- sobre sus preferencias en materia de alianzas para el probable caso de que las urnas les arrebataran la mayoría absoluta. Esa indeterminación electiva entre IU y los nacionalistas obligaba también a Felipe González a mantener en equilibrio el discurso populista y el mensaje modernizador, lanzados respectivamente por la corriente guerrista, defensora de un partido concebido como vanguardia sagrada de la que la sociedad es simple feudataria, y por la corriente renovadora, para quien la organización es un representante secular de los ciudadanos necesitada de continuo remozamiento y amenazada siempre por el sectarismo.La designación de Solchaga como presidente del grupo parlamentario, primero, y las intervenciones de Felipe González, ayer, han mostrado que los tres elementos -pacto, discurso y corriente- estaban internamente conectados en dos acoplamientos independientes: mientras el acuerdo con la IU de Anguita habría tenido un contenido populista y hubiese reforzado el control del aparato sobre los militantes, la alianza del PSOE con los nacionalistas implica un programa modernizador y promete una mayor apertura de los socialistas. Así, el apartado del discurso de investidura dedicado al impulso democrático responde a una serie de preocupaciones desdeñadas o vistas con desconfianza por los guerristas, pero que los renovadores del PSOE habían asumido como propias: la necesidad de poner fin al enclaustramiento privilegiado de la clase política, la lucha contra la corrupción institucional, las medidas para disminuir la desafección ciudadana hacia las instituciones constitucionales y la urgencia de una ley encargada de controlar la financiación de los partidos, garantizar su democracia interna e impedir su oligarquización.

Fuera del hemiciclo, la implacable mirada del mayordomo, siempre dispuesta a resaltar las miserias y a ocultar los aciertos, y la espesa cazurrería provinciana, de vuelta de todo sin haber ido a parte alguna, se han aliado para negarle a Felipe González el reconocimiento que merece su renovada investidura presidencial. Algunos publicistas de la ultraderecha han tratado de poner en duda la legitimidad de ese cuarto mandato. Para probar su tesis, esos esforzados polemistas -que no extienden ni a Pujol ni a Thatcher la prohibición de gobernar durante más de una década- comparan los años de permanencia en el Ejecutivo de un político elegido por los votos populares, como Felipe González, con la duración en el poder de dos dictadores militares, como el general Primo de Rivera y el general Franco: un argumento que prueba brillante y concluyentemente la mentalidad antidemocrática de estos homologadores de las urnas y los golpes de Estado.

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