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Una madre denuncia 22 veces a su hijo 'yonqui' por agresión

La casa de Carmen, de 54 años, en la calle de la Ballesta (distrito Centro), carece de agua corriente y de retrete propio. Su única alegría eran sus dos hijos. Uno se casó y se fue de casa. El otro, Juan, de 26 años, es toxicómano y le sangra las 38.000 pesetas que cobra al mes. Hace un año, además, empezó a pegar a su madre. Las 22 denuncias que Carmen ha presentado ante la policía no arreglan nada: ni las lesiones ni los robos son suficientemente graves para llevarle a la cárcel. La única solución consiste en la huida.

Carmen no quiere ver preso a su Juan. Pero tampoco vivir amenazada de muerte. Hace dos días el chico se puso furioso y, de no haber mediado una vecina, podía haberla estrangulado con el cable del teléfono. En su pequeño piso ya no queda casi nada que robar porque Juan ha vendido todo. Y lo que queda está roto. Las puertas y los tabiques no se libran de los puñetazos.A Carmen le duelen más los insultos que los golpes. Los del padre de Juan casi la llevan a la tumba cuando estaba embarazada de este hijo. Después la abandonó. "Cuando volví a casa tras el parto, se había llevado todo, hasta los muebles", recuerda. "A mi marido no le he aguantado ni la mitad: pero es que éste es el hijo de mis entrañas", sentencia.

Hasta hace dos años esa carne de su vientre la trataba de maravilla. "Incluso me quería más que mi otro hijo, si cabe", declara. El mayor, el hermano de Juan, se ha casado. Carmen podría irse a vivir con él, pero no le parece solución. "Yo quiero que se cure y vuelva a ser como antes", solloza Carmen. Pero él no quiere. Lo han intentado por todos los medios. Ayer mismo Carmen le gestionó una plaza en un centro de desintoxicación. "¿Adónde quieres que vaya a las cuatro de la mañana?", le contestó Juan desde el catre. Ya daban las diez y hacía más de 20 horas que permanecía en un sopor de muerte. Mientras Carmen narra su amarga historia, él sigue tumbado. Las doce y media.

Sus vecinas son ya su único consuelo. La alegría de la casa es un pequeño perro -"con malas pulgas", dice Carmen- y un canario blanco que le regaló Juan hace nueve años. Ellos la acompañan en sus días y sus noches en vela. No duerme porque tiene que vigilar que el hijo no se quede dormido con un cigarrillo encendido en la mano y prenda fuego a lo que le queda de casa. Sus amigas, extraordinarias y solidarias, la apoyan y se preocupan de que coma; pero también sufren la situación del chico. El sábado empeñó las joyas de una de las amigas de su madre, y costó casi 7.000 pesetas recuperarlas de la casa de empeños.

Ni madre ni hijo quieren dejar la casa de alquiler en la calle de la Ballesta. Ella tiene allí su vida y él encuentra muy fácilmente sus dosis. Pero la huida de Carmen es la única solución que se le ocurre a todo el que pregunta. "Que pida ayuda a una asociación de mujeres maltratadas", aconseja Sara Nieto, presidenta de Madres Contra la Droga. "O que se ponga a servir interna, como han hecho otras", añade. La alternativa a la huida de Carmen es la cárcel para Juan. Poco probable porque los delitos que pueda haber cometido no le llevarán a prisión. La policía sólo puede reprender al hijo y consolar a la madre. El juez de guardia ni siquiera ha querido recibirla. Obligarle a él a dejar la droga es imposible. Un juez no puede condenarle a desintoxicarse, como mucho le daría esa opción para librarse de cumplir una condena. No es el caso de Juan porque sus cuentas con la justicia todavía no se han resuelto y además son mínimas. La hermana de Carmen encuentra una explicación al cambio de actitud de Juan hacia su madre: "Como antes era a quien más quería, ahora es a quien más aborrece".

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